En el salón de baile de la majestuosa finca de los Montenegro, todos contenían la respiración cuando la música cambió a un crescendo triunfal. Rosas doradas y blancas adornaban el pasillo, las arañas de cristal brillaban sobre ellos, y un mar de vestidos de alta costura y trajes de gala susurraban mientras los invitados se giraban para ver la entrada de la novia.
Era la boda del año, quizás de la década. Alejandro Montenegro, empresario tecnológico y multimillonario de 33 años, al fin se casaba. No con una aristócrata ni con un amor de años, sino con Valeria Soto, una impresionante modelo con un pasado misterioso. Se habían conocido solo ocho meses antes en una gala benéfica. Los rumores volaron rápido, pero Alejandro sorprendió a todos al anunciar su compromiso y que Valeria aseguraba estar embarazada.
Todo fue rápido, glamuroso y, por alguna razón, algo… no cuadraba. Lucía, la sobrina de Alejandro de 7 años, tiró de la manga de su tía, Adriana, justo cuando el oficiante comenzó a hablar. Adriana se agachó.
“Tía”, susurró Lucía con urgencia, su carita pálida.
“Ella miente. La señora miente sobre el bebé.”
Adriana sintió un escalofrío. “¿Qué quieres decir?”
“Ella dijo—’menos mal que es rico y crédulo. Esta tripa falsa ha engañado a todos.'” Los ojos de Lucía se llenaron de lágrimas. “Dijo que lo engañó.”
Adriana miró fijamente a su sobrina. Lucía tenía imaginación, sí. Pero también era sincera. Y esto no sonaba a invención.
Miró hacia el altar donde su hermano esperaba, impecable en su esmoquin blanco, sonriendo suavemente mientras Valeria avanzaba. Adriana se puso en pie.
Y Lucía también.
“¡Esperad!” La voz de Lucía resonó en la sala como un trueno diminuto.
Las cabezas se giraron. Las cámaras dispararon. Valeria se detuvo a mitad del pasillo. La sonrisa de Alejandro se desvaneció.
El silencio llenó la habitación.
Adriana intentó calmar a su sobrina, pero Lucía dio un paso adelante, temblando.
“¡Ella miente sobre el bebé! ¡Dijo que no está embarazada de verdad!”
Valeria pegó un respingo, el ramo cayendo de sus manos. Los invitados murmuraron. Alejandro se acercó, desconcertado.
“Lucía, cariño… ¿de qué estás hablando?”
Lucía lo miró, las lágrimas rodando ahora. “Dijo que eras ‘rico y crédulo’ y que no estaba embarazada. Lo dijo en el vestuario. No quería escuchar, pero… la oí.”
El silencio fue tan denso que nadie se atrevió a respirar.
La expresión de Valeria se endureció. “¡Es una niña! No sabe lo que dice.”
“Sabe suficiente”, dijo Adriana con firmeza, parándose junto a su hija. “Alejandro, necesitamos hablar. En privado.”
Valeria temblaba de rabia. “¿Vas a arruinar el mejor día de nuestras vidas por una fantasía infantil?”
Alejandro miró a ambas. Su mandíbula se tensó. “Lucía no inventaría esto.”
El rostro de Valeria palideció.
“Necesito un momento”, dijo él, con voz serena pero fría.
Los invitados cuchicheaban mientras Alejandro tomaba la mano de Lucía y las llevaba, junto a Adriana y Valeria, a un pasillo lateral.
“Dime exactamente lo que escuchaste”, le dijo a Lucía con suavidad.
Lucía sollozó. “Buscaba a tía Adriana, pero me equivoqué de puerta y encontré el vestuario. Estaba entreabierta. Oí a Valeria hablando con otra mujer. Dijo… ‘menos mal que es rico y crédulo. Cuando crea que viene el bebé, conseguiré todo lo que quiero. Nunca sabrá que ni siquiera estoy embarazada.’ Luego se rieron.”
Valeria negó con vehemencia. “¡Esto es una locura! Eso no pasó. Lo inventa porque está celosa.”
“¿De qué?”, preguntó Adriana con frialdad. “¿De tus vestidos de diseño? ¿Tu repentino embarazo? ¿O quizá de la herencia?”
El rostro de Valeria se quebró.
“Basta”, dijo Alejandro. Se volvió hacia Valeria. “Dime la verdad.”
Ella lo miró con furia. “¿Vas a creerle a una niña antes que a mí?”
“No es solo una niña. Es mi familia.”
Valeria cruzó los brazos. “Vale. ¿Quieres la verdad?” Alzó la barbilla con desafío. “No estoy embarazada. No creí que importara. Me amabas, sabía que te casarías igual. No me dejarías una vez ’embarazada’ de tu hijo. Y, sinceramente, ¿qué más da? Tienes una esposa hermosa, yo tengo estabilidad. Los dos ganamos.”
Alejandro la miró como si no la conociera. “Me mentiste. Me manipulaste.”
“Vi una oportunidad”, dijo ella, encogiéndose de hombros. “Estás acostumbrado a que te quieran por tu dinero. No finY así, con el sol de la tarde pintando de oro el lago, Alejandro tomó un sorbo de su limonada, sonriendo mientras escuchaba las risas de Lucía y Adriana, sabiendo que, aunque el camino había sido inesperado, al fin había encontrado lo que realmente importaba.