Eran las siete de la tarde cuando una anciana se acercó a la puerta del restaurante más exclusivo de Madrid.
Llevaba un abrigo gris desgastado con un botón faltante, un sencillo gorro de lana y botas de goma. Parecía haberse equivocado de lugar. Dentro, el ambiente era completamente distinto: hombres de esmoquin, mujeres con vestidos elegantes, copas de cristal, velas y aromas de platos refinados.
Al cruzar la puerta, los murmullos incómodos no tardaron en surgir. Algunos ojos se pusieron en blanco, otros soltaron risitas burlonas:
—¿Qué hace aquí esta mendiga?
Una camarera con una sonrisa forzada se acercó, mirándola de arriba abajo antes de decir:
—Lo siento, no hay mesas disponibles.
Aunque varios lugares estaban claramente vacíos.
La mujer ya iba a darse la vuelta cuando un joven camarero, de mirada amable, se acercó:
—Por favor, pase —dijo, apartando una silla para ella—. Siempre hay sitio para nuestros invitados.
La abuela vaciló un momento, pero agradeció con un gesto. Se quitó el abrigo y lo colgó con cuidado en el respaldo de la silla. Se sentó. Pero entonces, ocurrió algo inesperado.
El joven le entregó la carta. Un minuto después, ella pidió con calma:
—Me gustaría el magret de pato con salsa de granada, una crema de boletus… y una copa de buen vino tinto.
El camarero arqueó ligeramente las cejas:
—Disculpe, señora, es que… aquí los precios son bastante altos.
Ella esbozó una débil sonrisa.
—Lo sé. He ahorrado durante años. Todo para mis hijos y nietos. Ayudé, me privé de cosas, guardé cada euro. Pero hace tiempo que se olvidaron de mí. No contestan mis llamadas. Hasta me pidieron que “no apareciera sin avisar”.
Hizo una pausa, mirando el mantel, antes de continuar:
—Hace poco, los médicos me dijeron que tengo cáncer. Avanzado. Una semana, tal vez un mes. Pensé: si es el final, al menos merezco sentirme una persona. No una carga. Una invitada. Una mujer que puede permitirse una cena como en las películas.
El joven permaneció en silencio. Sus ojos brillaban. Asintió en voz baja:
—Entonces, será la mejor cena de su vida. Se lo prometo.
Se alejó y, al regresar, la bandeja no solo llevaba su pedido, sino también un postre “cortesía del chef” y una copa del vino más caro de la casa.
Toda la noche, ella comió despacio, saboreando cada bocado. Escuchó la música en vivo. Los demás clientes primero la miraron con desconcierto, pero al final dejaron de fijarse en ella.