Eran las siete de la tarde cuando una anciana apareció ante las puertas del restaurante más exclusivo de la ciudad.
Llevaba un abrigo gris desgastado con un botón descosido, un sencillo gorro de lana y botas de goma. Parecía una aparición fuera de lugar en aquel mundo de lujo. Dentro, los comensales lucían trajes de gala y vestidos elegantes, las copas de cristal brillaban bajo la luz de las velas, y el aire olía a especias finas y vino añejo. En cuanto cruzó el umbral, los murmullos incómodos comenzaron. Alguien levantó una ceja con desdén, otro susurró entre dientes:
—¿Qué hace aquí esta mendiga?
Una camarera, con una sonrisa forzada, se acercó y la escrutó de arriba abajo antes de decir:
—Lo siento, pero no tenemos mesas disponibles.
A pesar de que varios lugares estaban vacíos.
La mujer estaba a punto de marcharse cuando un joven camarero, de mirada amable, se acercó.
—Por favor, pase —dijo, apartando una silla con delicadeza—. Aquí siempre hay sitio para una invitada.
La abuela, algo desconcertada, asintió agradecida. Se quitó el abrigo y lo colgó con cuidado en el respaldo antes de sentarse. Pero entonces, ocurrió algo inesperado.
El joven le entregó la carta, y al cabo de un instante, ella pidió con voz serena:
—Quisiera pechuga de pato con salsa de granada, una crema de boletus… y una copa de vino tinto reserva.
El camarero arqueó ligeramente las cejas.
—Disculpe, señora, pero… nuestros platos tienen un precio elevado.
Ella esbozó una sonrisa triste.
—Lo sé. He ahorrado estos euros durante años. Todo para mis hijos y nietos. Les ayudaba, privándome de todo, guardando cada moneda. Pero hace tiempo que olvidaron quién soy. No contestan mis llamadas. Algunos hasta me pidieron que “no apareciera sin avisar”.
Hizo una pausa, mirando el mantel, antes de continuar:
—Hace poco, los médicos me dijeron que tengo cáncer. Avanzado. Una semana, quizá un mes. Pensé… si es el final, al menos merezco sentirme una persona. No una carga. Una invitada. Una mujer que puede cenar como en esas películas que veía de joven.
El joven permaneció en silencio. Sus ojos brillaban. Asintió lentamente.
—Entonces será la mejor cena de su vida. Se lo aseguro.
Se alejó, y al regresar, la bandeja no solo traía su pedido, sino también un postre “cortesía del chef” y una copa del vino más caro de la casa.
Toda la noche, ella comió despacio, saboreando cada bocado. Escuchó la música en vivo con los ojos entrecerrados. Los otros clientes, al principio intrigados, terminaron por ignorarla, absortos en sus propias vidas.