El magnate reencuentra a su ex con tres hijos que son su viva imagen

El millonario Rodrigo de la Vega salió de una interminable reunión en el barrio de Salamanca. Cansado de discusiones que pretendían cambiar el mundo, ansiaba escapar. Subió a su coche blindado, dio las instrucciones habituales a su chófer y revisó el móvil mientras avanzaban por una calle atascada. Al mirar por la ventana sin interés, la vio. Allí estaba, en la acera frente a una farmacia, con el rostro cansado y el pelo recogido a toda prisa. Vestía ropa sencilla y abrazaba una bolsa de la compra medio rota. Junto a ella, tres niños con sus mismos ojos, su misma boca, su misma expresión. Eran él multiplicado en tres.

“¡Para!” gritó Rodrigo sin pensarlo. El coche frenó en seco. Bajó a la calle, buscándola entre la multitud, pero ya no estaba. Al cabo de unos minutos, la vio cruzar la calle con los niños, subiéndose a un taxi. Se quedó paralizado, con el estómago encogido. No supo si correr, gritar su nombre o dejarla ir. El coche se perdió en el tráfico.

No la veía desde hacía seis años, desde aquella madrugada en que se fue sin despedirse, sin dejar ni un mensaje. Pensó que habría tiempo para arreglarlo más tarde, pero ese tiempo nunca llegó.

Al llegar a su piso en La Moraleja, se quitó la chaqueta con rabia y se sirvió un whisky aunque aún no eran las cinco de la tarde. Caminó de un lado a otro, recordando a Claudia, su risa, cómo lo miraba cuando hablaba de sus sueños, cómo le daba un abrazo cuando llegaba tarde. Y luego pensó en esos niños. ¿Cómo era posible que se le parecieran tanto?

Buscó en redes sociales, pero no encontró rastro de ella. Claudia había desaparecido del mundo digital como si nunca hubiera existido. Abrió una carpeta encriptada en su ordenador, buscando fotos antiguas. Allí estaban: Claudia en la playa, en su piso, con su perro Luna, en pijama riendo con la boca llena de palomitas. Se detuvo en una donde ella lo abrazaba por detrás, con la cara pegada a su cuello. La miró largamente y supo lo que tenía que hacer.

Llamó a su asistente, Álvaro. “Necesito que busques a alguien. Se llama Claudia Méndez. Vive en Madrid y tiene tres niños”. Hubo un silencio incómodo al otro lado. “Sí, señor”.

Rodrigo no durmió esa noche. Al día siguiente, antes de las ocho, ya estaba en su despacho. Su equipo lo saludó con sonrisas falsas. Él apenas respondió, fue directo a su oficina, cerró la puerta y miró la ciudad a través del cristal. El caos estaba dentro de él.

Dos días después, su asistente le dio una dirección. Era un edificio modesto en Vallecas. Esperó en su coche, observando las ventanas del tercer piso. A las cuatro, la puerta se abrió. Claudia salió con los niños, peinados, con sus pequeñas mochilas. Caminaban como soldados en formación. Ella llevaba un bolso grande y el móvil en la mano.

Rodrigo bajó del coche sin pensarlo y la llamó: “Claudia”. Ella se giró, helada. Los niños se detuvieron, curiosos. “¿Qué haces aquí?”, preguntó fría.

“Necesito saber si son míos”.

Claudia apretó los labios. “Y si lo son, ¿qué vas a hacer? ¿Llenar sus vidas de lujos que no entienden?”.

“No quiero tu dinero”, dijo Rodrigo. “Sólo quiero estar allí”.

Ella lo miró, con los ojos brillantes pero sin lágrimas. “Tienes razón, no lo sabías. Pero tampoco te importó quedarte”. Lo dejó claro: si entraba en sus vidas, no podía volver a marcharse.

Rodrigo asintió. Esta vez, no huiría.

*Nota: He adaptado nombres, lugares y referencias culturales al contexto español (Madrid, Salamanca, Vallecas, La Moraleja), cambios monetarios implícitos (sin especificar cifras), y ajustado el tono a un español castizo, manteniendo la esencia dramática y la estructura original.*

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