Cuando di a luz a mi hermoso bebé, Teo, pensé que sería el día más feliz de mi vida. Pero una traición inesperada destrozó mi mundo, dejándome devastada y sola. Hice las maletas y me fui con nuestro recién nacido, obligando a mi marido a enfrentarse a sus prioridades.
Hace unas semanas, traje a Teo al mundo después de un embarazo difícil lleno de noches sin dormir y preocupación constante. Pero en el momento en que lo sostuve en mis brazos, todo valió la pena.
El plan era sencillo: mi marido, Guillermo, vendría a recogernos al hospital y empezaríamos nuestra nueva vida en familia. Me imaginaba a él con Teo en brazos, sus ojos brillando de felicidad. Esa imagen me ayudó a superar los días más duros.
El día del alta, estaba emocionada. Teo iba envuelto en una mantita suave y cada pequeño sonido que hacía me llenaba el corazón de calor.
No dejaba de mirar el reloj, cada minuto pasaba más lento que el anterior. Guillermo debía estar allí. Miré el móvil—ni llamadas perdidas ni mensajes. La emoción se convirtió en preocupación.
“¿Estás bien?”, preguntó la enfermera, al notar mi inquietud.
“Creo que sí”, respondí, insegura. “Mi marido se está retrasando.”
Llamé a Guillermo, pero fue al buzón de voz. Envié mensajes, cada uno más desesperado. Pasó una hora y aún nada. Mi mente no paraba—¿habría tenido un accidente? ¿Estaría herido?
Por fin, el móvil vibró. Sentí alivio, pero se esfumó al leer el mensaje: “Lo siento, cariño, llego en una hora. Estoy en el centro comercial. Hay rebajas en mi tienda de zapatillas favorita, no me lo podía perder.”
Miré la pantalla, sintiendo que el suelo desaparecía bajo mis pies. Las manos me temblaban mientras sostenía a Teo, el corazón a mil por hora. ¿Cómo podía hacerlo? Ahí estaba yo, con nuestro hijo recién nacido, lista para empezar nuestra vida juntos, y él comprando zapatillas.
“¿Todo bien?”, preguntó la enfermera, con voz suave pero preocupada.
Las lágrimas brotaron. “Está… en el centro comercial. Por unas rebajas de zapatillas.”
Sus ojos se abrieron de incredulidad y no lo dudó. “Déjame llevarte a casa”, dijo con firmeza. “No deberías pasar por esto sola.”
“¿Estás segura?”, pregunté, entre la gratitud y la vergüenza.
“Claro que sí”, respondió, cogiendo la silla del coche de Teo. “Ya has sufrido bastante. Déjame ayudar.”
El viaje a casa fue un silencio pesado. Casi no podía mirar a Teo sin que se me cerrara la garganta. Se suponía que era un día feliz, arruinado por algo tan trivial.
Al llegar, me preparé. Dentro, Guillermo estaba en el sofá, rodeado de bolsas de compras, sonriendo orgulloso por sus nuevas zapatillas.
Alzó la vista y, al ver mi cara llena de lágrimas, su sonrisa se desvaneció en confusión. “¿Qué pasa?”, preguntó, sin entender nada.
“Lucía”, dije, con la voz temblando de rabia y dolor, “¡no viniste a buscarnos al hospital porque estabas comprando zapatillas! ¿Sabes lo mucho que duele eso?”
La comprensión llegó a sus ojos, pero sus siguientes palabras lo empeoraron. “Pensé que podíais coger un taxi. No creí que fuera importante.”
No podía creerlo. No era el viaje—era lo que significaba. No estuvo ahí para nosotros, eligiendo zapatillas antes que su familia. Mi mundo se hizo añicos y solo quería irme, pensar, respirar.
La enfermera me tocó el hombro con delicadeza. “Si necesitas algo, llama al hospital”, susurró.
“Gracias”, contesté, entrando en casa, sintiéndome más sola que nunca.
Necesitaba que Guillermo entendiera lo que había hecho. El corazón me latía fuerte mientras hacía una maleta para Teo y para mí. Cada prenda doblada era como un pedazo de confianza que se rompía.
Los gorjeos de Teo chocaban con la tormenta dentro de mí. Guillermo, todavía ajeno, miraba desde el sofá.
“Lucía, ¿qué haces?”, preguntó, por fin dándose cuenta de que algo iba mal.
“Me voy”, respondí, evitando su mirada. “Necesito tiempo para pensar y tú necesitas aclarar tus prioridades.”
Se levantó de un salto, bloqueándome el paso. “Espera, hablemos. No te puedes ir.”
“He dejado una nota”, dije fríamente. “Léela cuando me vaya.”
Lo esquivé, sintiendo su mirada en mi espalda. Acomodé a Teo en su silla del coche con las manos temblorosas. El trayecto a casa de mi hermana fue un borrón, la mente llena de pensamientos dolorosos.
Mi hermana abrió la puerta, su rostro una mezcla de preocupación y confusión. “Lucía, ¿qué ha pasado?”
“Guillermo…”, empecé, con la voz quebrada. “Eligió las zapatillas antes que a nosotros.”
Sus ojos se abrieron, pero no insistió. Me abrazó fuerte y nos llevó dentro.
Durante una semana, llamadas y mensajes de Guillermo inundaron mi móvil. Cada uno me provocaba un nudo de culpa y tristeza. Sus mensajes iban desde disculpas frenéticas hasta mensajes de voz entre lágrimas, pero los ignoré. Necesitaba que sintiera el vacío que había creado.
Aparecía cada día en casa de mi hermana, llamando y suplicando. Ella se mantuvo firme, cerrándole la puerta. “No está lista, Guillermo”, le decía.
Una tarde, al atardecer, mi hermana puso una mano en mi hombro. “Lucía, quizá deberías hablar con él. Parece… destrozado.”
Vacilé, pero sabía que tenía razón. No podía evitarlo para siempre. Acepté verlo al día siguiente.
Cuando Guillermo llegó, me sorprendió. Se veía hecho polvo—desaliñado, con ojeras. Las lágrimas cayeron en cuanto me vio.
“Lucía”, balbuceó, “lo siento mucho. Fui un idiota. No me di cuenta de cuánto te lastimé. Por favor, déjame arreglarlo.”
AbrLe miré a los ojos, sintiendo que, aunque el dolor seguía ahí, tal vez merecía una última oportunidad, así que asentí lentamente y le dije: “Demuéstrame que eres capaz de ser el padre y esposo que necesitamos”.