La médica de emergencias encontró a su exmarido aferrando un misterioso papel con manos temblorosas…

Un día de otoño, llegó una llamada de emergencia al servicio de ambulancias: «Niño de cinco años, fiebre alta, pérdida de conocimiento, posible parada cardíaca». La brigada fue enviada a una zona de chalets lujosos —no precisamente el lugar habitual donde suele actuar la ambulancia. Normalmente, esas familias prefieren médicos privados o clínicas propias.

Los médicos Lucía y Javier llegaron al lugar. Cuando la ambulancia se detuvo frente a la imponente casa, ambos se miraron con desconcierto —pacientes así rara vez acudían al sistema público.

Pero en cuanto abrió la puerta el dueño, Lucía se quedó helada. Ante ella estaba su exmarido —Andrés Martín de la Vega. El tiempo le había endurecido el rostro, su mirada estaba llena de angustia.

—¡Dios mío, Lucía! ¡Por favor, salva a mi hijo! —casi gritó—. Pedí expresamente que te enviaran a ti. Sé que sois los mejores. ¡Hugo lleva más de diez minutos inconsciente!

—¿Habéis hecho reanimación? —preguntó Lucía rápidamente.

—Sí, empezamos. Pero vine a abriros, y mi mujer sigue con el masaje cardíaco.

—¡Vamos al niño, rápido! —ordenó ella, entrando la primera.

Lucía siempre había sido confiada. No por ingenuidad, sino porque su alma tendía a ver lo bueno en la gente. Eso mismo la había llevado años atrás a Andrés. Todos le advertían: «Ese hombre es un donjuán, egoísta y calculador». Pero ella insistía: «Mi Andrés es diferente».

Se conocieron en la misma ambulancia, donde ella empezó como médica novata y él era jefe de sección. Por entonces, Lucía rondaba los veinticinco —delgada, rubia, con unos ojos verdes amables. Incluso con la bata blanca, parecía una chiquilla, sobre todo con aquella trenza larga que luego tuvo que cortar —la práctica demostró que no era el peinado más práctico.

Andrés también impresionaba. Cirujano de formación, ya había salvado cientos de vidas. Complexión fuerte, hombros anchos, barba cuidada —todo en él transmitía seguridad. Le encantaba salir en su moto negra después del turno para liberar estrés. El cabello corto, con algunas canas en las sienes que le daban un aire serio, y una mirada penetrante que parecía verlo todo.

Cuando Lucía empezó a trabajar, todos esperaban otro lío amoroso. Andrés tenía fama de soltero codiciado, un seductor que cambiaba de mujer como de camisa. Pero con ella fue diferente —suave, respetuoso, casi protector. Eso descolocó incluso a los colegas más cínicos.

Su relación avanzó rápido. Tras un año de paseos en moto, se casaron. Muchos se sorprendieron —¿quién creería que un soltero como Andrés se comprometería en serio?

La vida no era fácil. Los sueldos de médico eran bajos, el papeleo interminable y la carga agotadora. Muchos abandonaban, pero ellos no. No estaban en la medicina por dinero, sino por vocación.

Carmen, la madre de Andrés, entendía perfectamente su sacrificio. Había trabajado toda la vida en un hospital, criando a su hijo sola tras la misteriosa desaparición de su marido en los ochenta. Adoró a Lucía desde el primer día —una chica humilde de pueblo, sin padrinos poderosos, que salió adelante con esfuerzo. Para Lucía, su suegra fue un refugio, casi una madre.

Fue Carmen quien impulsó la clínica privada. Andrés dudó al principio —le parecía arriesgado, más aún a su edad—, pero Lucía la apoyó. Carmen se encargó de todo: local, trámites, reformas, contrataciones. Andrés ayudó económicamente, pero el verdadero motor fue su madre.

Los primeros años, la clínica creció lento pero firme. Carmen era una líder nata, aunque nunca antes había emprendido. Juntos, madre e hijo invirtieron tiempo, dinero y esfuerzo. Lucía también contribuyó: decidió especializarse en dermatología y estética, compatibilizando estudios con guardias. Tras turnos agotadores, asistía a clases, casi sin dormir.

Pero ese ritmo frenético tuvo un coste: nunca tuvieron hijos. Andrés lo asumía con tranquilidad, pero a Lucía le angustiaba. Sabía que el reloj biológico no esperaba, pero no quería defraudar a la familia. Tras perder a su madre, solo tenía a Andrés y a Carmen.

Cuando la clínica despegó y Lucía colgó sus dos títulos en la consulta, su reputación creció. Pacientes desesperados acudían a ella, y los ingresos de la familia aumentaron.

Cinco años después, mientras Lucía seguía enfocada en la medicina, Andrés asumió el control administrativo. Legalmente, la clínica era de Carmen, pero él manejaba todo tras bambalinas.

El primer golpe llegó inesperado. Un mensaje anónimo en redes le advirtió a Lucía: «Tu marido te engaña». Se rio, confiaba ciegamente en él. Pero cuando Carmen murió repentinamente en una cena familiar, aquel mensaje volvió a su mente.

En el funeral, Lucía parecía ausente. Recordó una conversación con una paciente, Bárbara, que le preguntó sin más:

—¿Andrés sigue yendo en moto?

—No, hace años que no. Demasiado trabajo…

—Qué raro. Hace poco lo vi con una mujer morena. En esa moto negra con rayas verdes.

Lucía lo ignoró entonces, pero ahora esa imagen la atormentaba.

Tras las exequias, descubrió la verdad. Andrés no quería compartir la herencia, pero eso no fue lo peor. Llevaba una doble vida con su secretaria, una joven llamada Vicky, que estaba embarazada.

—¿Cómo pudiste? —susurró Lucía, sintiendo cómo se rompía algo dentro.

—Lo siento. No quería hacerte daño. Pero con ella me siento joven. Y… espera un niño. Cuatro meses.

—¿Ahora sí es el momento? —su voz tembló—. Cuando yo ya no puedo…

—No dramatices. Te dejo el piso.

Lucía miró las paredes que habían visto su vida.

—¿Y la clínica? Por el testamento de tu madre, claro.

—Sí. Pero tranquila, ya tengo a alguien que te reemplace.

—Eres un cobarde —musitó—. Vete. Que no estés aquí al amanecer.

El divorcio fue rápido. Hasta la funcionaria del registro, al verlos, omitió el discurso de reconciliación.

Lo que más dolió a Lucía no fue solo la traición, sino sospechar que Carmen sabía más de lo que parecía. Quizá por eso le dejó todo a Andrés.

Lucía no peleó. Se fue en silencio, con dignidad. Nueva vida, sin mentiras, sin dolor.

Al final del divorcio, quedó sola: sin familia, sin casa, sin clínica. Todo por reconstruir en una edad donde otras ya tienen estabilidad. Pero no se rindió. Volvió a donde empezó: la ambulancia. Las sirenas, las urgencias, la adrenalina… como volver a casa.

Tras Andrés, desconfió de los hombres. Hasta que años después conoció a Javier —un enfermero alto y fuerte, exmarinero que, tras perder a su familia en un accidente, se refugió en un monasterio antes de reiniciar su vida. Estudió por las noches para ser médico intensivista.

Se acercaron poco a poco. Él le pedía ayuda con protocolos, pero nunca aceptaba respuestas fáciles:

—Gracias, Lucía, pero necesito entenderlo, no copiarlo. Esto no es un juego —decía serio.

—Bien, te examinaré —bromeaba ella, admirando su dedicación.

Con el tiempo, surgió algo más. Cuando Javier se graduó, la invitó a cenar. Así comenzó un nuevo capítulo.

Lucía volvió a cambiarY años después, rodeada de risas en su nueva clínica, con Javier a su lado y los niños jugando en el jardín, Lucía comprendió que la vida, aunque cruel a veces, siempre termina compensando las pérdidas con nuevas alegrías.

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