Las llaves aún estaban calientes en mi mano cuando empujé la puerta de entrada, las bolsas de la compra hundiéndose en mis muñecas. La luz de la tarde de sábado se filtraba entre las cortinas del salón, bañando todo con ese resplandor suave de primavera que normalmente me hacía sonreír. Hoy no.
Pablo estaba tumbado en mi sillón de cuero, el último regalo de Marta antes de que el cáncer se la llevara. Tenía los pies calzados con calcetines apoyados en el reposabrazos, una botella de cerveza medio vacía colgando de sus dedos. El mando descansaba sobre su barriga como si el lugar le perteneciera.
“Viejo”, ni siquiera levantó la vista del partido de baloncesto. “Tráeme otra cerveza de la nevera, ya que estás de pie.”
Dejé las bolsas lentamente. Las asas de plástico habían dejado marcas rojas en mis palmas. “¿Perdona?”
“Me has oído”, los ojos de Pablo seguían clavados en la tele. “Cruzcampo. No esa porquería barata que tú bebes.”
Algo frío se asentó en mi pecho. Había comprado esas Cruzcampos específicamente para él, con el dinero de mi pensión. “Pablo, acabo de entrar. Tengo que guardar la compra.”
Ahora sí me miró, con esa expresión familiar que decía que yo era el irrazonable. “¿Cuál es el problema? Ya estás de pie. Yo estoy cómodo.”
“El problema es que esta es mi casa.”
Los pies de Pablo golpearon el suelo con un golpe seco. Se levantó despacio, usando su altura como arma. “¿Tu casa? Qué gracioso, porque tu hija y yo vivimos aquí. Pagamos las facturas. Con mi dinero.”
“Detalles”, dio un paso hacia mí. “Mira, Carlos, podemos hacerlo fácil o difícil. Si quieres seguir viviendo aquí en paz, juegas el juego. Sencillo.”
La puerta de la cocina se abrió. Mi hija, Lucía, apareció. Captó la escena: Pablo encima de mí, la tensión tan espesa que se podía cortar. “¿Qué pasa aquí?”
“Tu padre se está poniendo difícil”, dijo Pablo, sin apartar sus ojos de mí. “Le he pedido que me traiga una cerveza y lo está convirtiendo en un drama.”
Lucía me miró con decepción, como si fuera un niño rebelde. “Papá, solo tráele la cerveza. No merece la pena discutir por esto.”
Pero Pablo no había terminado. Se acercó más, lo suficiente para que pudiera oler el alcohol en su aliento. “Mira, Carlos, así es como va a ser. Vives en nuestra casa. Contribuyes. Cuando te pido algo, lo haces. Sin preguntas, sin actitud.”
“¿Nuestra casa?”, mantuve la voz tranquila, aunque el corazón me latía con fuerza.
“Exacto”, Lucía se puso junto a su marido, un frente unido. “Papá, tienes que decidir ahora mismo. O sirves a mi marido, o te vas de mi casa.”
Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Miré a mi hija, buscando a la niña que se refugiaba en mi regazo durante las tormentas. Ella me devolvió la mirada con la misma expresión de superioridad que Pablo.
“De acuerdo”, dije en voz baja.
Pablo sonrió, creyendo que había ganado. “Bien. Y ahora, sobre esa cerveza—”
“Haré las maletas.”
La sonrisa se borró de su cara. La boca de Lucía se abrió. Esperaban que me derrumbara, que me disculpara y fuera a la cocina como un perro apaleado. Di media vuelta hacia el pasillo, dejando las bolsas donde estaban. Detrás de mí, oí el susurro de Lucía: “Papá, espera.” Pero ya caminaba hacia mi habitación.
La maleta bajó del armario con un golpe suave. La compré para nuestra luna de miel en los Pirineos, cuando Marta aún vivía y el futuro se extendía como un camino abierto. Hice la maleta metódicamente: ropa interior, calcetines, tres mudas. Suficiente. La foto de Marta entró en el bolsillo lateral, envuelta en papel de seda.
Cuando arrastré la maleta por el pasillo, se callaron. Pablo volvió a su sillón, vigilante. Lucía estaba junto a la puerta de la cocina, con los brazos cruzados, intentando parecer severa. Ninguno dijo adiós.
El trayecto de media hora al Hotel Sol me dio tiempo para pensar. La universidad de Lucía: 40.000 euros al año. Trabajé horas extras durante cuatro años seguidos. Su boda: 25.000 euros. La familia de Pablo no podía pagar su parte, así que lo cubrí yo en silencio. Luego la casa: 80.000 euros de mis ahorros de jubilación para la entrada, porque “los jóvenes necesitan ayuda”. Los pagos mensuales continuaron: 1.200 euros de hipoteca, 300 de servicios, 500 de comida. Mi pensión desaparecía en sus vidas, pieza a pieza, y me convencí de que era amor.
La habitación del hotel era pequeña pero limpia. Me senté pesadamente en el borde de la cama. El silencio aquí era distinto, hueco, el vacío de un lugar temporal. Saqué el móvil y revisé los contactos: bancos, seguros, tarjetas. Mañana era domingo, pero algunas cosas aún podían hacerse.
El domingo por la mañana, extendí los papeles sobre la mesa como un general planeando una batalla. La primera llamada fue al Banco Santander. “Necesito cancelar el pago automático de la hipoteca de la calle Pino, 12.”
Una pausa. “Señor, ese pago lleva activo cinco años. ¿Está seguro?”
“Completamente seguro. Los propietarios ya no califican para mi ayuda financiera.”
La segunda llamada fue a Mapfre. La Nissan de Pablo y el Seat de Lucía estaban en mi póliza. “280 euros al mes por coches que nunca conduje.” Le dije al agente: “Mi hija y mi yerno necesitarán su propio seguro.”
“¿Cuándo quiere que se haga efectivo el cambio?”
“Hoy.”
Las tarjetas llevaron más tiempo. Lucía era usuaria autorizada en tres de mis cuentas. Pagaba 500 euros al mes en saldos que no había generado. “Eliminar usuarios requiere que soliciten su propio crédito”, explicó la representante.
“Lo entiendo. Elimínelos inmediatamente.”
Al mediodía, había hecho ocho llamadas. Pagos cancelados, seguros terminados, tarjetas bloqueadas. Las transferencias automáticas que habían vaciado mis cuentas durante años… todo había terminado. Mi móvil permaneció en silencio. Todavía no lo sabían. Pero pronto lo harían.
La semana pasó tranquila para mí. Sin embargo, mi móvil acumuló llamadas perdidas. Para el viernes, veintidós. Las escuché en orden cronológico, viendo cómo pasaban de la confusión al enfado y luego a la desesperación.
Primero Lucía, preguntando si había un error bancario. Luego Pablo, molesto por el seguro del coche. Para mitad de semana, el pánico apareció.
“Papá, ¿qué diablos pasa?” La voz de Lucía se quebró. “El banco dice que has parado el pago. Quieren el total para el viernes, o empezarán el embargo.”
Los mensajes de Pablo se volvieron agresivos. “Carlos, ¡arregla esto ya! ¡Nos haces quedar como unos vagos!”
Las últimas llamadas rozaban la súplica: Lucía llorando, Pablo intentando un tono más suave. Borré cada mensaje después de escucharlo.
El jueves por la mañana aparecieron en mi habitación. Los ojos de Lucía estaban rojos. Pablo tenía la cara enrojecida de ira. “Tenemos que hablar.”
“¿Sobre qué?”
“¡Sobre que estás arruinando nuestras vidas por una estúpida discusión de cerveza!”, Pablo empujó la puerta.
“No estoy arMientras cerraba la puerta del hotel detrás de ellos, supe que por primera vez en años, había elegido mi propia paz por encima de su comodidad.