El cielo estaba gris la mañana del funeral de mi hermano. Me quedé junto a mis padres en la pequeña capilla. Mi abrigo negro me apretaba demasiado. Los zapatos me hacían daño. Pero no me importaba. Nada de eso importaba. Lo único que valía era que Eric ya no estaba.
La gente llenaba los bancos. Algunos miraban al frente, vacíos. Otros lloraban. Mi madre permanecía rígida, agarrando un pañuelo que nunca usó. Sus ojos estaban secos.
—¿Estás bien, mamá? —susurré.
Asintió sin mirarme. —Sí, Lucía. Solo estoy cansada.
No estaba bien. Se notaba extraña. Distante.
Mi padre se inclinó hacia un primo en la segunda fila. Cuando se dio cuenta de que lo observaba, apartó la mirada rápidamente.
Algo no encajaba. No era solo tristeza. Había algo más.
No dejaba de pillarlos mirándome. Mi padre. Mi madre. Y luego apartando la vista, como si se sintieran culpables.
La viuda de Eric, Laura, estaba sentada sola unas filas más adelante. Sus hombros temblaban mientras se secaba las lágrimas. Dolor real. Lágrimas auténticas. No fingía nada.
Cuando terminó el funeral, la gente se fue en pequeños grupos. Algunos me abrazaron. Otros no dijeron nada. Apenas me di cuenta.
Me quedé bajo un árbol cerca del aparcamiento, necesitando aire.
Fue entonces cuando vi a Laura acercándose con algo en las manos.
—Lucía, tengo que darte esto.
Me tendió un sobre. Mi nombre estaba escrito en el frente, con la letra de Eric.
—Me pidió que te lo diera. Después de todo.
Lo miré fijamente. —¿Después de qué?
Ella apartó la vista. —Después de todo.
Lo cogí con las manos temblorosas.
—¿Él… dijo algo más? —pregunté.
Negó con la cabeza. —No. Solo que era importante.
No lo abrí enseguida. No quería. Todavía no.
Conduje a casa en silencio. Mi nombre en su letra parecía extraño. Como si él todavía estuviera aquí. Como si fuera a hablar si lo abría.
Pero no lo hice. Todavía no. Mi mente volvió atrás. A él. A nosotros.
Eric nunca fue cariñoso. Sin abrazos. Sin charlas nocturnas. Nunca llamaba solo para saludar.
Pero siempre aparecía. Fue a mi graduación del instituto. Se sentó en primera fila, callado, con las manos juntas.
Cuando estuve enferma de gripe a los dieciséis, él estaba allí. Solo sentado. No decía mucho. Pero no se iba.
Era como una sombra. Siempre presente. Nunca cerca.
A veces, cuando lo miraba, sentía que había algo más. Como si quisiera decirme algo pero nunca se atrevía.
Me miraba, abría la boca y luego la cerraba. Ahora nunca lo haría.
Entré en mi casa, me senté en la cocina y miré el sobre una última vez. Luego rompí el sello.
El papel dentro estaba doblado. Olía ligeramente a él—a libros viejos y colonia. Mis manos temblaban al abrirlo.
*Mi querida Lucía,*
*No hay forma fácil de escribir esto. He empezado y abandonado esta carta más veces de las que puedo contar. Si la estás leyendo, es porque nunca encontré el valor para decírtelo a la cara. Lo siento.*
*Lucía… no soy solo tu hermano. Soy tu padre.*
Las palabras me dejaron sin aire. El corazón se me hundió.
*Tenía quince años. Joven. Tonto. Me enamoré de alguien que se asustó al descubrir que estaba embarazada. Quería irse, escapar. Mis padres intervinieron. Dijeron que te criarían como suya—y que yo podría ser tu hermano. Se suponía que era para protegerte.*
*Pero nunca dejé de ser tu padre. Ni un solo día.*
Las lágrimas nublaron mi visión. Las sequé con la manga del jersey.
*Quería decírtelo cada vez que sonreías. En cada cumpleaños. En cada obra del colegio. Quería decir “Esa es mi niña”. Pero no lo hice. Porque era un niño fingiendo ser algo que no era.*
*Así que te vi crecer desde la distancia. Estuve ahí cuando pude. Cerca, pero nunca demasiado. Esa era la condición. Y cuanto más crecías, más difícil era.*
*Siento no haber luchado más. Siento no haber sido valiente. Merecías más que silencio. Merecías la verdad.*
*Te quiero, Lucía. Siempre.*
*Con amor, Papá*
Dejé caer la carta y me tapé la boca con las manos. No podía respirar. Lloré allí mismo, en la mesa de la cocina. Sollozos fuertes, desgarradores. El pecho me ardía. Toda mi vida había cambiado en una sola página.
Esa noche no dormí.
A la mañana siguiente, fui a casa de Laura. Abrió la puerta despacio. Sus ojos estaban rojos, igual que los míos.
—La has leído —susurró.
Asentí.
—¿Puedo pasar?
Se hizo a un lado. Nos sentamos en el salón en silencio.
—No lo supe hasta después de casarnos —dijo al fin—. Me lo contó una noche después de una pesadilla. Temblaba. Le pregunté qué pasaba y me lo dijo todo.
La miré. —¿Por qué nunca me lo dijo?
Laura tragó saliva. —Quiso hacerlo. Muchas veces. Pero tenía miedo. Miedo de romperte el corazón. Miedo de que lo odiaras.
Me froté las manos. —Ahora todo encaja. La distancia. Su forma callada de quererme. Siempre sentí que se guardaba algo.
—Te quería más que a nada, Lucía. Esa carta le destrozó. Pero me hizo prometerle que, si algo le pasaba, tenía que dártela.
—No lo conocí —murmuré—. No de verdad.
Laura me tomó la mano. —Sí lo hiciste. Solo no sabías por qué era así.
Asentí lentamente. Una lágrima bajó por mi mejilla, pero no la sequé.
—Ojalá me lo hubiera dicho antes.
—Él también.
Volvimos a quedarnos calladas. No hacía falta decir más. Pero sabía lo que tenía que hacer.
Aparqué frente a la casa donde crecí. Parecía igual. Contrablancas, jardín cuidado, pequeño porche. Pero ahora era distinta—como un lugar construido sobre mentiras.
Toqué el timbre. Mi madre abrió la puerta con una sonrisa preparada. Se le borró al verme la cara.
—¿Lucía?
—Tenemos que hablar.
Retrocedió sin decir nada.
Mi padre estaba en la cocina, bebiendo café. Alzó la vista, sorprendido.
—Hola, cariño—
—¿Por qué no me lo dijisteis? —dije, con voz más cortante de lo que quería—. ¿Por qué me mentisteis toda mi vida?
Se miraron. Mi madre se sentó. Sus manos temblaban.
—No mentimos —dijo suave—. Intentábamos protegerte.
—¿De qué? ¿De la verdad? ¿De mi propio padre?
—Eras un bebé —intervino mi padre—. Pensamos que sería más fácil. Más simple.
—¿Para quién? ¿Para mí? ¿O para vosotros?
Los ojos de mi madre se llenaron de lágrimas. —No queríamos que te sintieras diferente. O confundida. Eric era muy joven. No estaba preparado.
—Lo estaba —atajé—. Estuvo ahí para mí de formas que ni siquiera notasteis. Siempre presente. Pero nunca pude llamarle padre. Ni una vez.
Mi madre se levantó e intentó tocarme el brazo. Me aparté.
—No —dije—. Por favor.
—Lo siento —susurró—. Teníamos miedoAl pasar los años, aprendí a perdonar, pero nunca pude olvidar que la verdad es el único regalo que perdona el tiempo.