Lucía siempre se había sentido como una extraña en su propia casa. Su madre claramente prefería a sus hermanas mayores, Carmen y Sofía, mostrándoles mucho más cariño y atención. Esta injusticia le dolía profundamente, pero guardaba su resentimiento dentro, esforzándose constantemente por agradar a su madre y acercarse un poco más a su amor.
«¡Ni se te ocurra vivir conmigo! El piso será para tus hermanas. Y tú siempre me has mirado como una loba desde pequeña. Así que vive donde quieras», fueron las palabras con las que su madre la echó de casa al cumplir los dieciocho años.
Lucía intentó discutir, explicar que no era justo. Carmen solo le llevaba tres años y Sofía cinco. Ambas habían terminado la universidad pagada por su madre; a nadie le había importado que se independizaran rápido. Pero Lucía siempre había sido la diferente. A pesar de sus esfuerzos por ser «buena», en la familia solo la querían superficialmente, si es que eso podía llamarse amor. Solo su abuelo la trataba con cariño. Él había acogido a su hija embarazada cuando su marido las abandonó y desapareció sin dejar rastro.
«Quizá mi madre está preocupada por mi hermana. Dicen que me parezco mucho a ella», pensaba Lucía, intentando encontrar una explicación a su frialdad. Había intentado hablar en serio con su madre varias veces, pero siempre terminaba en pelea o en un berrinche.
Su abuelo fue su verdadero apoyo. Sus mejores recuerdos de infancia estaban ligados al pueblo donde pasaban los veranos. A Lucía le encantaba trabajar en el huerto, ordeñar vacas, hacer empanadas… cualquier cosa para retrasar el regreso a casa, donde cada día la recibían con desprecio y reproches.
«Abuelo, ¿por qué nadie me quiere? ¿Qué hago mal?», preguntaba, conteniendo las lágrimas.
«Yo te quiero mucho», respondía él con ternura, pero nunca decía nada de su madre ni de sus hermanas.
La pequeña Lucía quería creerle, pensar que la querían, solo que de manera especial… Pero cuando cumplió diez años, su abuelo murió, y desde entonces, su familia la trató aún peor. Sus hermanas se burlaban de ella, y su madre siempre las defendía.
Desde aquel día, nunca tuvo nada nuevo, solo ropa usada de Carmen y Sofía. Se reían de ella:
«¡Mira qué blusa tan moderna! Para fregar el suelo o para Lucía, lo que haga falta».
Y si su madre compraba dulces, sus hermanas se los comían todos, dándole solo los envoltorios:
«Toma, tonta, colecciona los papeles».
Su madre lo oía todo, pero nunca las regañaba. Así creció Lucía, como una «loba», innecesaria, mendigando amor de quienes no solo la veían sin valor, sino como objeto de burla y desprecio. Cuanto más se esforzaba por ser buena, más la odiaban.
Por eso, cuando su madre la echó al cumplir los dieciocho, Lucía encontró trabajo como auxiliar de enfermería en un hospital. La resistencia y el trabajo duro eran su costumbre, y al menos ahora le pagaban, aunque poco. Pero allí nadie la odiaba. Si no te maltratan donde eres amable, ya es un avance, pensaba.
Su jefe incluso le dio la oportunidad de conseguir una beca para formarse como cirujana. En aquel pueblo pequeño, hacían falta especialistas, y Lucía ya había demostrado talento como enfermera.
La vida fue dura. A los veintisiete años, no tenía familia cercana. El trabajo se convirtió en su vida entera. Vivía por sus pacientes, por las vidas que salvaba. Pero la soledad nunca la abandonó: vivía sola en una residencia, igual que antes.
Visitar a su madre y hermanas siempre la decepcionaba. Lucía iba lo menos posible. Todos salían a fumar y cotillear, y ella se iba al porche a llorar.
Un día, en uno de esos momentos, un compañero, el auxiliar Javier, se acercó:
«¿Por qué lloras, guapa?».
«Qué guapa… No te burles», respondió Lucía en voz baja.
Se veía a sí misma como una persona corriente, una ratoncita gris, sin darse cuenta de que, casi a los treinta, se había convertido en una rubia encantadora, de ojos azules y rasgos delicados. La torpeza de la juventud había desaparecido, su postura era recta, y su pelo, recogido en un moño, parecía querer liberarse.
«¡En serio eres preciosa! Valórate y no bajes la cabeza. Además, eres una cirujana prometedora y tu vida va bien», la animó.
Javier trabajaba con ella desde hacía casi dos años, a veces le regalaba bombones, pero esta fue su primera conversación seria. Lucía lloró y le contó todo.
«¿Por qué no llamas a Don Antonio? Ese al que salvaste hace poco. Él te aprecia. Dicen que tiene buenos contactos», sugirió Javier.
«Gracias, Javi. Lo intentaré», respondió Lucía.
«Y si no funciona, nos podemos casar. Tengo un piso, no te trataré mal», dijo en broma, aunque con seriedad.
Lucía se ruborizó y se dio cuenta de que hablaba en serio. Él no veía a una huérfana, sino a una mujer que merecía amor.
«Vale. Lo tendré en cuenta», sonrió, sintiendo por primera vez en mucho tiempo que no era una «bestia de carga» ni alguien innecesario, sino una mujer joven y bella, con todo por delante.
Esa misma noche, Lucía llamó a Don Antonio:
«Soy Lucía, la cirujana. Me diste tu número y dijiste que podía llamarte si tenía problemas…», empezó, vacilando.
«¡Lucía! ¡Qué alegría que por fin llames! ¿Cómo estás? Aunque, mejor nos vemos. Ven a casa, tomaremos un café y hablamos. A los viejos nos gusta charlar», respondió él con calidez.
Al día siguiente, Lucía fue a verle. Le contó su situación con honestidad y le preguntó si conocía a alguien que necesitara una cuidadora interna.
«Ya sabes, Don Antonio, estoy acostumbrada al trabajo duro, pero ahora siento que no puedo más…».
«No te preocupes, Lucía. Puedo conseguirte un puesto de cirujana en una clínica privada. Y vivirás conmigo. Sin ti, no estaría aquí», dijo él.
«¡Claro que sí, Don Antonio! Pero… ¿tus familiares no dirán nada?».
«Mis familiares solo vienen cuando me muero. Solo les importa el piso», respondió con tristeza.
Así empezaron a vivir juntos. Pasaron dos años, y entre ella y Javier nació un romance, alimentado en largas charlas. Pero a Don Antonio no le agradaba Javier y no perdía ocasión de decírselo a Lucía:
«Perdona, cariño, pero Javier es buen chico, solo que débil y muy influenciable. No puedes confiar en alguien así. No te encariñes demasiado».
«Ay, Don Antonio… Es tarde. Ya hemos decidido casarnos. Por cierto, me lo pidió en broma hace dos años. Y ahora estoy embarazada…», anunció Lucía, radiante de felicidad. Acababa de enterarse, pero añadió: «¡Pero tú sigues siendo muy importante para mí! Vendré a verte todos los días. Eres como mi familia».
«Bueno, Lucía… No me encuentro bien. Mañana iremos al notario, y pondré a tu nombre una casa en el pueblo. Siempre te ha gustado la vida rural. Puede ser tu segunda residencia… o venderla si quieres».
Hizo una pausa, sin terminar la frase, y frunció el ceño.
Lucía intentó negarse: era demasiado, él viviría muchos años más, mejor dejar la casa a sus hijos. Aunque en dos años solo lo habían visitado una vez. Pero Don Antonio fue firme.
Lucía se quedó impactada al descubrir queLa casa era precisamente en el mismo pueblo donde había vivido su querido abuelo, y al instalarse allí, entre recuerdos y nuevas esperanzas, Lucía entendió que la verdadera familia no siempre es la que compartes por sangre, sino la que te elige con el corazón.