La nieve descendía del cielo como un velo espeso, cubriendo el parque bajo un manto de silencio. Los árboles parecían estatuas heladas, inmóviles. Los columpios chirriaban levemente, mecidos por el viento gélido, pero no había niños que los usaran. Todo el lugar respiraba soledad, como si el tiempo se hubiera detenido. De pronto, entre los copos, surgió la figura de un niño. No tendría más de siete años. Llevaba una chaqueta raída, demasiado fina para el invierno, y unos zapatos agujereados, empapados. Pero el frío no parecía importarle. Entre sus brazos, tres pequeñas criaturas, envueltas en mantas desgastadas, se aferraban a su pecho.
El rostro del niño estaba enrojecido por el aire helado. Los brazos le pesaban, adoloridos, pero no los soltaría. Sus pasos eran lentos, arrastrados, como si cada movimiento le costara un mundo. Apretaba a los bebés contra su cuerpo, compartiendo lo poco que quedaba de su calor. *”Bienvenidos a ‘Charlas con Pepe’—un saludo especial para Lucía, que nos sigue desde Málaga. ¡Gracias por ser parte de esta gran familia! No olvides darle al ‘me gusta’, suscribirte y decirnos de dónde nos ves en los comentarios.”* Los trillizos eran frágiles, diminutos.
Sus caritas estaban pálidas, los labios tornándose morados. Uno de ellos emitió un quejido débil, casi un suspiro. El niño inclinó la cabeza y musitó: *”Tranquilos, estoy aquí. No os abandonaré.”* A su alrededor, el mundo giraba a toda prisa. Coches que pasaban raudos, gente apresurándose hacia sus hogares. Nadie lo veía. Nadie notaba al niño ni a las tres vidas que llevaba entre sus brazos. La nevada se intensificó. El frío se volvió cortante. Las piernas del niño temblaban, pero seguía avanzando. Estaba agotado. Pero no podía parar. Había hecho una promesa.
Aunque al mundo le diera igual, él los protegería. Sin embargo, su cuerpecito no aguantaba más. Las rodillas le flaquearon. Y, poco a poco, se desplomó sobre la nieve, sin soltar a los trillizos. Cerró los ojos. Todo a su alrededor se fundió en un blanco silencioso.
Allí, en medio del parque helado, bajo la nieve que no cesaba, cuatro almas pequeñas esperaban. Que alguien las viera. El niño entreabrió los párpados. El frío le mordía la piel. Los copos se posaban en sus pestañas, pero ni siquiera los apartó. Solo pensaba en los tres pequeños que cargaba.
Intentó levantarse, forcejeando. Las piernas le fallaban. Los brazos, entumecidos, apenas respondían. Pero no los soltó. Con un último esfuerzo, se puso en pie. Un paso. Otro. Sentía que las rodillas le iban a ceder, pero siguió. El suelo era una losa de hielo. Si caía, los bebés podrían hacerse daño. No podía permitirlo.
El viento le azotaba, desgarrando su ropa delgada. Cada paso era más difícil que el anterior. Los pies, encharcados. Las manos, temblorosas. El corazón le golpeaba el pecho con latidos dolorosos. Inclinó la cabeza hacia los trillizos y susurró: *”Aguantad, por favor.”* Los bebés respondieron con sonidos débiles, casi imperceptibles. Pero aún respiraban.