La risa se convirtió en asombro cuando un adinerado la invitó a su mesaElla, con dignidad, aceptó la invitación y descubrió que la verdadera riqueza está en la amabilidad y el respeto que aquel hombre le ofreció.

El piso cuarenta y cinco. La panorámica de la ciudad, sumergida en luces, se extiende tras el vidrio como un río de oro fundido. Desde abajo, desde las entrañas de la urbe, llegan ecos de vida: ruido, prisas, sueños, esperanzas rotas. Y aquí, arriba, en el despacho de madera oscura y detalles cromados, reina el silencio. Un silencio cargado de éxito. Un silencio que aplasta.

Felipe permanecía junto a la ventana, manos en los bolsillos, la mirada perdida entre el cielo y el asfalto. Observaba la ciudad como si fuera su feudo. Todo lo que veía era el resultado de veinte años de esfuerzo, noches en vela, cálculos fríos y decisiones duras. Lo tenía todo: millones en cuentas, un negocio líder en su sector, un ático con vistas a la Plaza Mayor, como un trofeo. Y hasta una prometida: Valeria, con rasgos perfectos, cuerpo ideal y un vacío igual de perfecto por dentro.

¿Su relación? No era amor. Ni pasión. Era una instalación. Un proyecto expositivo titulado *La vida de un triunfador*. Fotos de Instagram, cócteles de gala, diamantes, halagos. Todo impecable. Pero dentro, el vacío. Sordo, resonante, un aburrimiento que lo devoraba. Como si ya hubiera vivido y ahora solo repitiese su vida en piloto automático.

Y en ese instante, cuando el alma estaba a punto de rendirse, cuando nada parecía poder sorprenderlo, sonó el teléfono.

No era una llamada de trabajo. Era personal. Una melodía que solo tres personas en el mundo conocían.

En la pantalla, un nombre: Javier Márquez.

No lo veía desde hacía quince años. Quince años desde que salieron del instituto, cada uno por su camino. Unos hacia los sueños, otros hacia la supervivencia. Y otros, como Felipe, hacia el poder.

—Dime— contestó, forzando un tono neutro, como si no hubiera esperado esa llamada toda la vida.

—¡Fali, soy Javi!— la voz de Javier irrumpió como el viento primaveral. Fresca, viva, auténtica. —Hemos decidido reunirnos. ¡Veinte años, Fali! ¿Vendrás?

De pronto, fue como si alguien encendiera la luz en una habitación oscura. Algo se quebró dentro de él. No era alegría. Ni nostalgia. Era añoranza. Añoranza de lo sencillo, de lo real. De quienes lo conocían no por su posición en el ranking empresarial, sino por cómo lloró cuando murió su perro o cómo mintió a la profesora para salvar a su mejor amigo de un suspenso.

Hablaron diez minutos. Supo que Anita, la tímida, era ahora madre de cinco, vivía en las afueras y hacía unos pasteles que atraían a vecinos de kilómetros a la redonda. Pero de Laura, la inteligente y dulce Laura, coja desde niña, nadie sabía nada. «Desapareció. Como si se la hubiera tragado la tierra», suspiró Javier.

Felipe colgó. Y, por primera vez en años, sintió algo: el deseo de verlos. No para presumir. Solo para recordar quién era realmente.

Decidió llevar a Valeria. Que vieran cómo la reina que había conquistado. Egoísta, sí, pero sincero. Sonrió. Y se dirigió a su casa.

El taxi recorría la noche mientras él ensayaba la escena: la puerta, el abrazo, su vestido susurrando al moverse, los planes para eclipsar a todas en la reunión.

Pero la realidad no sigue guiones.

Al abrir con su llave, lo primero que vio fueron unas zapatillas baratas, talla 42, tiradas como basura. Como si el dueño supiera que allí mandaba él.

El corazón se le encogió. No de celos. De decepción.

Avanzó. Silencio. Hasta la risa que llegaba del dormitorio. Una risa masculina, satisfecha. Y la de ella, aduladora, juguetona.

Empujó la puerta.

Entre sábanas de seda, elegidas en Milán, Valeria yacía en brazos de un chaval. Joven. Tonto. Con la cara contraída por el miedo.

Ella chilló. Se cubrió. Balbuceó:

—Felipe, ¡no es lo que piensas! Él… ¡me obligó!

Él rio. No con rabia. Solo soltó, en una carcajada, el dolor, la farsa, la mentira.

Esperaba gritos. Ira. Ruina. En su lugar, una calma helada. Como si se vaciara por dentro.

—¿Obligó?— miró al amante tembloroso—. ¿Con un arma? ¿O amenazó con no dar *like* a tu foto?

Ojeó la habitación: ropa esparcida, copa volcada, caras aterradas. Y sentenció, frío:

—Se acabó. En tres días vence el alquiler. Espero que tu *héroe* pueda pagarlo.

Salió. Sin mirar atrás.

En el ascensor, bloqueó su tarjeta con un clic.

El coche arrancó. No fue a casa. Solo condujo. Sin rumbo. Lejos de la farsa.

Al llegar al primer restaurante, *El Rincón de Lujo*, con portero de librea y luces deslumbrantes, ordenó:

—Whisky. Doble. Y la botella.

Bebió. Sin acompañamiento. Vaso tras vaso. El dolor no se iba. Se volvió denso. Como si ya no fuera humano, sino una estatua de su propia ruina.

Una hora después, camino al baño, vio el infierno.

Dos camareros, jóvenes y arrogantes, se reían contra la pared. Ante ellos, una mujer en bata, pañuelo en la cabeza, cojeando mientras fregaba.

—¡Anda, cojita, date prisa! ¡Los clientes pisan más de lo que tú limpias!— se burló uno.

Ella seguía, agachada, temblorosa.

Algo estalló en Felipe. No furia. Justicia.

—Cierren la boca— dijo con voz glacial—. O mañana estarán fregando en Atocha. ¿Claro?

Se callaron. Palidecieron.

Él se volvió hacia ella. Intentaba levantar el cubo. Manos temblorosas.

—Déjeme— ofreció.

Ella alzó la vista.

Y el mundo se detuvo.

Ojos grises. Cansados. Llenos de dolor y vergüenza.

Laura.

Su Laura.

—¿Laura?— exhaló.

Ella retrocedió, pero él ya la sujetaba.

—¡Rápido!— ordenó a los camareros—. ¡Pongan otro cubierto en mi mesa! ¡Y cena para dos!

La llevó, a pesar de sus protestas.

Bajo la luz tenue, frente a la copa de vino, él insistió:

—Quítate el pañuelo.

Lo hizo. Cabello castaño, como entonces. Rostro marcado, pero hermoso.

—No has cambiado— susurró él.

—Mientes— respondió ella.

Y contó su historia: arquitectura, sueños, la cojera que arruinó su carrera. Un cliente le espetó: *¿Cómo puede alguien con un defecto hablar de belleza?* El novio que la llamó *renga* en público. La huida. El anonimato.

—Fregar suelos es seguro. Nadie te mira— susurró.

—¿Y la operación?— preguntó él.

—En Alemania. Muy cara. Nunca tendré ese dinero.

Él, borracho pero lúcido, decidió:

—Vente conmigo.

—¿Adónde?

—A mi casa.

La llevó al ático.

Ella, en medio del lujo, parecía un pájaro enjaulado.

—Laura— dijo él—. Cásate conmigo.

—Estás borracho.

—Nunca he estado más sob—Más sobrio que nunca— concluyó Felipe, tomando su mano—, y sé que contigo, por fin, estaré completo.

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