Se burlaban de la limpiadora coja, hasta que un visitante adinerado la invitó a su mesa

El cuadragésimo quinto piso. La panorámica de la ciudad, sumergida en luces, se extendía tras el cristal como un río de oro fundido. Desde abajo, desde las profundidades del asfalto, llegaban ecos de vida: ruido, prisas, sueños, esperanzas rotas. Y allí arriba, en ese despacho de madera oscura y detalles cromados, reinaba el silencio. Un silencio cargado de éxito. Un silencio que oprimía.

Alejandro permanecía junto a la ventana, las manos en los bolsillos, la mirada perdida entre el cielo y las calles. Observaba esa ciudad como si fuese su feudo. Todo lo que veía era el fruto de veinte años de tenacidad, noches en vela, cálculos fríos y decisiones duras. Lo tenía todo: millones en cuentas bancarias, un negocio que lideraba la industria, un ático con vistas a la plaza Mayor como trofeo. Hasta una prometida: Lucía, de rasgos perfectos, cuerpo escultural y una absoluta vacuidad dentro.

¿Su relación? No era amor. Ni pasión. Era una instalación artística. Un proyecto expositivo titulado “La vida del triunfador”. Fotos impecables en Instagram, cócteles de alta sociedad, diamantes, galas, adulaciones. Todo de primer nivel. Pero dentro: nada. Un vacío sordo, resonante, devorador. Como si ya hubiese vivido su vida y ahora solo la repitiese en piloto automático.

Y en ese preciso instante, cuando su alma estaba a punto de rendirse, cuando creía que nada podría sorprenderle ya, sonó el teléfono.

No una llamada de trabajo. No un asunto profesional. Era personal. Una tonada que solo tres personas en el mundo conocían.

En la pantalla, un nombre: Javier Morán.

No se veían desde hacía quince años. Quince años desde que salieron del instituto, cada uno por su camino. Unos hacia los sueños, otros hacia la supervivencia. Y alguno, como Alejandro, hacia el poder.

—Dime —respondió él, esforzándose por que su voz sonase serena, como si no hubiese esperado esa llamada toda la vida.

—¡Alejo! ¡Soy yo, Morán! —La voz de Javier irrumpió a través del tiempo como un viento primaveral. Vibrante, auténtica. —Hemos decidido… reunirnos. ¡Veinte años de la promoción, Alejo! ¡Veinte! ¿Vendrás?

Y de pronto, como si alguien encendiese la luz en una habitación oscura, Alejandro sintió algo estremecerse dentro. No alegría. No nostalgia. Sino añoranza. Añoranza de lo sencillo, de lo verdadero. De aquellos que le conocieron no por los rankings empresariales, sino por cómo lloró cuando murió su perro, o cómo mintió a la profesora para que no suspendiese a su mejor amigo.

Hablaría con Javier diez minutos. Supo que Ana, la tímida, ahora era madre de cinco hijos, vivía en las afueras y hacía tartas que hasta los vecinos de pueblos lejanos venían a probar. Pero de Elena, la Elena de todos, la inteligente, la bella de ojos tristes y cojera… nadie sabía nada. —Desapareció. Como si se la hubiese tragado la tierra —suspiró Javier.

Alejandro colgó. Y por primera vez en mucho tiempo, sintió deseo. Deseo de verlos. No por apariencias. No por estatus. Solo… para recordar quién era en realidad.

Decidió llevar a Lucía. Que vieran la reina que había conquistado. Que envidiasen. El pensamiento era mezquino, vanidoso, pero sincero. Sonrió. Y se dirigió a su casa.

El taxi recorría las avenidas nocturnas mientras Alejandro ensayaba la escena: la puerta, el abrazo, su entusiasmo, el susurro del vestido, las conversaciones sobre qué llevaría para eclipsar a todas.

Pero la realidad odia los guiones.

Abrió la puerta con su llave. Y lo vio al instante: unos zapatos deportivos ajenos. Baratos, chillones, talla cuarenta y tres. Tirados como basura. Como si su dueño supiese que él mandaba allí.

El corazón se le encogió. No de celos. De decepción.

Avanzó. Silencio. Solo desde el dormitorio: risas. Una, grave, satisfecha. Masculina. La otra… aduladora, juguetona.

Empujó la puerta.

Entre las sábanas de seda que eligió en Milán, Lucía yacía en brazos de un muchacho. Joven. Estúpido. Con una expresión que se torció de miedo al verle.

Ella chilló. Se cubrió con la sábana. Balbuceó:
—¡Alejandro! ¡No es lo que piensas! ¡Él… él me obligó!

Alejandro se rio.

No con rabia. No fuerte. Solo exhaló con esa risa el dolor, la farsa, la mentira.

Esperó gritos. Ira. Muebles rotos. En su lugar, una calma glacial. Como si se hubiese abierto un vacío dentro, tragándose todo sentimiento.

—¿Te obligó? —preguntó, mirando al amante tembloroso—. ¿Con una pistola? ¿O amenazó con no dar like a tu selfie?

Recorrió la habitación con la mirada: la ropa desordenada, la copa volcada, sus caras descompuestas. Y dijo, frío, preciso, como una sentencia:

—Se acabó. Y no olvides: en tres días vence el alquiler. Espero que tu “héroe” pueda pagarlo.

Salió. Sin mirar atrás.

En el ascensor, sacó el móvil. Un toque, y la tarjeta de Lucía, vinculada a su cuenta, dejó de existir.

El coche se alejó. Pero no fue a casa. Condujo sin rumbo. Lejos de la farsa, del dolor, de esa sensación de que todo en lo que creyó era mentira.

Se detuvo en el primer restaurante: “El Giralda”. Lujoso, ostentoso, con portero de librea y luces que deslumbraban.

—Whisky. Doble. Y la botella —le espetó al camarero, desplomándose en un rincón.

Bebió. Sin comer. Vaso tras vaso. El dolor no se iba. Pero se volvía opaco. Pesado. Como si ya no fuese una persona, sino una estatua en el museo de su propia caída.

Una hora después, fue al baño. En el camino, torció hacia un pasillo de servicio.

Y vio el infierno.

Dos camareros, jóvenes, engreídos, reían junto a la pared. Frente a ellos, una mujer. Con bata azul. Pañuelo en la cabeza. Cojeaba visiblemente. Fregaba el suelo, lenta, con dolor.

—¡Eh, tortuga, muévete! ¡O los clientes lo pisarán todo antes de que acabes tu baile de coja! —se burló uno.

—¡Déjala, ¿no ves que busca el equilibrio con esa pierna?! —añadió el otro.

Y se reían.

Algo estalló dentro de Alejandro.

No furia. No ira. Justicia. La misma que había enterrado bajo capas de pragmatismo y éxito.

Se acercó. En dos pasos.

—Cierren la boca —dijo con voz gélida—. Una palabra más, y mañana estarán fregando suelos en Atocha. ¿Claro?

Palidecieron. Asintieron.

Se volvió hacia la mujer. Ella intentaba levantar el cubo. Manos temblorosas.

—Déjeme ayudarla —dijo.

Ella alzó la mirada.

Y el mundo se detuvo.

Ojos grises. Profundos. Cansados. Llenos de dolor y vergüenza.

Elena.

Su Elena. La desaparecida. La olvidada. Aquella en quien pensaba en las noches solitarias.

—¿Elena? —susurró.

Ella se estremeció. Intentó esconderse. Pero él ya la tomó deY esa noche, bajo la luz de las estrellas que se colaban por el ventanal de su ático, Alejandro y Elena sellaron, con un abrazo silencioso, un pacto que nunca imaginaron posible: el de ser, por fin, libres.

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