**”Lucía, tenemos que separarnos.”**
Dijo Emilio con esa dulzura paternal que usaba cuando estaba a punto de soltar una puñalada trapera. Se reclinó en su sillonazo, con los dedos entrelazados sobre la barriga.
**”Hemos decidido que la empresa necesita aire fresco. Nuevas energías. Ya me entiendes.”**
Lo miré—su cara siempre impecable, la corbata cara que yo misma le ayudé a elegir para la última cena de Navidad.
¿Que si lo entendía? Oh, sí. Entendía que los inversores habían empezado a hablar de una auditoría independiente, y él necesitaba deshacerse de la única persona que veía el cuadro completo. Yo.
**”Lo entiendo,”** respondí con calma. **”Nuevas energías… como Paula de recepción, que confunde el debe con el haber, pero tiene veintidós años y se ríe de todos tus chistes.”**
Hizo una mueca.
**”No es cuestión de edad, Lucía. Es que… tu enfoque está un poco anticuado. Nos hemos estancado. Necesitamos un salto.”**
Un **”salto”**. Llevaba seis meses repitiendo esa palabra. Construí esta empresa con él desde cero, cuando estábamos apretados en una oficina diminuta con las paredes desconchadas.
Ahora que la oficina era de cristal y acero, al parecer yo ya no encajaba en el decorado.
**”Vale,”** me levanté con ligereza, sintiendo cómo todo dentro de mí se helaba. **”¿Cuándo tengo que despejar mi mesa?”**
Mi tranquilidad lo descolocó. Esperaba lágrimas, súplicas, un escándalo. Todo lo que le hubiera dado derecho a sentirse magnánimo y victorioso.
**”Puedes hacerlo hoy. Sin prisa. RRHH preparará los papeles. Indemnización, todo en regla.”**
Asentí y me dirigí a la puerta. Con la mano ya en el pomo, me volví.
**”Sabes, Emilio, tienes razón. La empresa sí necesita un salto. Y supongo que yo lo voy a dar.”**
No lo pilló. Solo sonrió con condescendencia.
En la oficina abierta, donde trabajaban unas quince personas, el ambiente estaba tenso. Todos lo sabían.
Las chicas apartaron la vista, avergonzadas. Me acerqué a mi mesa. Ya había una caja de cartón encima. Eficientes.
Empecé a meter mis cosas en silencio: fotos de los niños, mi taza favorita, una pila de revistas profesionales.
En el fondo de la caja coloqué un ramito de clavellinas que me había traído mi hijo el día anterior, porque sí.
Luego saqué de mi bolso lo que había preparado de antemano: doce rosas rojas—una para cada empleado que había estado conmigo todos estos años. Y una gruesa carpeta negra atada con cordones.
Recorrí la oficina, entregando una flor a cada uno.
Dije palabras sencillas de agradecimiento. Algunos me abrazaron, otros lloraron. Parecía una despedida familiar.
Cuando volví a mi mesa, solo me quedaba la carpeta. La cogí, pasé frente a las caras perplejas de mis compañeros y regresé al despacho de Emilio.
La puerta estaba entreabierta. Estaba al teléfono, riéndose.
**”Sí, la vieja guardia se va… Sí, es hora de avanzar…”**
No me molesté en llamar. Entré, me acerqué a su mesa y dejé la carpeta sobre sus papeles.
Me miró sorprendido y tapó el auricular con la mano.
**”¿Y esto qué es?”**
**”Esto, Emilio, es mi regalo de despedida. En lugar de flores. Aquí están todos tus ‘saltos’ de los últimos dos años.**
**Con cifras, facturas y fechas. Creo que te resultará interesante revisarlo con calma. Sobre todo la parte de las ‘metodologías flexibles’ para mover fondos.”**
Me di la vuelta y salí. Noté cómo su mirada ardía primero en la carpeta y luego en mi espalda.
Dijo algo brusco al teléfono y colgó. Pero no miré atrás.
Caminé por toda la oficina con la caja de cartón vacía en las manos. Ahora todos me observaban.
En sus ojos leí una mezcla de miedo y admiración secreta. En cada mesa había una rosa roja. Parecía un campo de amapolas después de una batalla.
En la salida me alcanzó Sergio, el informático. Un tipo callado que Emilio consideraba un simple técnico.
Hace un año, cuando Emilio intentó multarlo por una caída del servidor que fue culpa suya, yo presenté pruebas y lo defendí. No lo había olvidado.
**”Lucía Fernández,”** susurró, **”si necesitas algo… datos, copias en la nube… ya sabes dónde encontrarme.”**
Solo asentí con gratitud. Era la primera voz de resistencia.
En casa me esperaban mi marido y mi hijo, que estudiaba Derecho. Vieron la caja y lo entendieron todo.
**”¿Funcionó?”** preguntó mi marido, quitándome la caja de las manos.
**”El primer paso está dado,”** dije, quitándome los tacones. **”Ahora toca esperar.”**
Mi hijo me abrazó.
**”Mamá, eres increíble. Revisé otra vez los documentos que recopilaste. No hay forma de rebatirlos. Ningún auditor podrá.”**
Fue él quien me ayudó a ordenar todo ese caos de contabilidad creativa que había estado recopilando en secreto durante el último año.
Toda la tarde esperé una llamada. No llamó. Me lo imaginaba en su despacho, hoja tras hoja, con su cara impecable volviéndose ceniza.
La llamada llegó a las once de la noche. Puse el altavoz.
**”¿Lucía?”**—no quedaba rastro de la dulzura anterior en su voz. Solo pánico mal disimulado. **”He visto tus… papeles. ¿Esto es una broma? ¿Un chantaje?”**
**”Qué palabras tan fuertes, Emilio,”** respondí tranquila. **”Esto no es chantaje. Es una auditoría. Un regalo.”**
**”¿Sabes que puedo destruirte? ¡Por difamación! ¡Por robo de documentos!”**
**”¿Y tú sabes que los originales ya no están en mis manos? ¿Y que si me pasa algo a mí o a mi familia, estos papeles llegarán automáticamente a direcciones muy interesantes? Como Hacienda.**
**O a tus principales inversores.”**
Al otro lado del teléfono, solo se oía una respiración agitada.
**”¿Qué quieres, Lucía? ¿Dinero? ¿Volver al trabajo?”**
**”Quiero justicia, Emilio. Que devuelvas todo lo que robaste a la empresa. Hasta el último céntimo. Y que te marches tú. En silencio.”**
**”¡Estás loca! ¡Esta es mi empresa!”** chilló.
**”Era NUESTRA empresa,”** lo corté. **”Hasta que decidiste que tu bolsillo era más importante. Tienes hasta mañana a las nueve.”**
**”Si a esa hora no hay noticias de tu dimisión, la carpeta empieza su viaje. Buenas noches.”**
Colgué sin escuchar sus maldiciones ahogadas.
La mañana no empezó con noticias. A las nueve y cuarto recibí un correo de Emilio.
Reunión urgente para todo el equipo a las diez. Y una nota para mí: **”Ven. Veremos quién gana a quién.”** Había decidido jugárselo todo.
**”¿Y qué vas a hacer?”** preguntó mi marido.
**”Ir, claro. No puedes faltar a tu propio estreno.”**
Me puse mi mejor traje. Entré en la oficina a las 9:55. Todos estaban ya en la sala de reuniones.
Emilio estaba junto a la pantalla. Al verme, esboEntré con la cabeza bien alta, sabiendo que las rosas rojas sobre cada mesa ya habían florecido en algo más poderoso que cualquier palabra.