Tras robar el futuro de nuestra hija y marcharse, no sabía qué hacer. Entonces, ella susurró: ‘No te preocupes, mamá. Yo hice algo’. Días después, su llamada nos dejó heladas.

Diego metía ropa a toda prisa en una maleta cuando entré en nuestro dormitorio. Ni una explicación, ni una mirada, solo un empaquetado frenético como si la casa estuviera en llamas. “¿Qué haces?”, pregunté.

Ni siquiera alzó la vista. “Lo que debí hacer hace años.”

Sus palabras me golpearon como un puñetazo. Veintidós años de matrimonio, y así terminaba todo. “Diego, para”, agarré su brazo, pero él se soltó. “Háblame. ¿Qué pasa?”

Finalmente me miró, y lo que vi me aterró: nada. Ni culpa, ni tristeza, solo determinación fría. “Me voy, Lucía. Hoy.”

“¿Hay alguien más?”, la pregunta salió de mi boca antes de poder detenerla.

Hizo una pausa. “No se trata de nadie más. Se trata de que necesito respirar.”

Pero yo lo sabía. Su teléfono boca abajo durante meses, las reuniones tardías que se alargaban cada vez más. Había estado ignorando mis sospechas, pero ahora me gritaban.

“Necesito que transfieras mi mitad del ahorro a mi cuenta personal”, dijo, cerrando la maleta con firmeza.

Ahí empezó el verdadero pánico. El dinero. El fondo universitario de nuestra hija, Sofía. Bajé las escaleras corriendo, mis pies descalzos golpeando el parqué. Sofía levantó la vista de su tazón de cereales, su cara de doce años arrugada por la preocupación. “Mamá, ¿qué pasa?”

“Nada, cariño. Papá se va de viaje.” La mentira sabía amarga.

Abrí mi portátil con dedos temblorosos y accedí a nuestra cuenta bancaria. Miré la pantalla incrédula. La cuenta corriente mostraba 247 euros. La de ahorros, cero. El fondo de Sofía—ese que habíamos alimentado durante doce años, el que debería tener 75.000 euros—también decía cero.

“No”, la palabra salió en un susurro. “No, no, no.”

Actualicé la página. Los números no cambiaron. Revisé el historial. Tres días antes, mientras estaba en mi club de lectura, Diego había transferido todo. No solo su parte, no solo nuestro dinero, sino también el futuro de Sofía.

El sonido de pasos en las escaleras nos hizo girarnos. Diego apareció arrastrando su maleta. Pasó junto a nosotras como si fuéramos muebles.

“¿Y ya está?”, encontré mi voz. “¿Veintidós años y te vas así?”

Se detuvo con la mano en el pomo. “Te dejé un mensaje explicándolo todo.”

“No quiero un mensaje. Quiero que mires a tu hija y le digas por qué la abandonas.”

Sofía se levantó. No lloró, no corrió hacia él. Solo lo miró con esos ojos inteligentes que tanto se parecían a los suyos.

Diego la miró durante tres segundos. “Lo entenderás cuando seas mayor”, dijo. Luego me miró a mí. “No lo compliques más.” La puerta se cerró tras él con un clic suave.

“¿Va a volver?”, preguntó Sofía.

Quise mentir, pero ella ya sabía la respuesta. “No lo creo, cariño.”

Asintió, procesando. “¿Se ha llevado nuestro dinero?”

La pregunta me pilló desprevenida. ¿Cómo lo sabía? “Parte de él”, respondí con cuidado.

“¿Mi fondo de estudios también?”

Asentí. Sofía recogió su tazón, lo llevó al fregadero, lo enjuagó y lo guardó. Luego se volvió hacia mí con una expresión que nunca antes había visto en su rostro. “Mamá, no te preocupes”, dijo. “Yo me ocupé.”

La casa se sentía distinta esa primera semana sin Diego. Sofía, sin embargo, se movía por nuestro mundo roto como si nada hubiera cambiado. Cada mañana a las 7:15 aparecía en la cocina, vestida, con la mochila organizada. Me besaba la mejilla y decía: “Que tengas un buen día, mamá”.

Era inquietante. Una tarde, llamé a mi hermana, Marta. Mientras marcaba, oía a Sofía arriba, el rápido tecleo de su ordenador. Supuse que hablaba con amigos. Tras colgar, le preparé su cena favorita. Llamé a su puerta. “Adelante”, respondió.

Sofía estaba en su escritorio, la pantalla de su portátil girada. La cerró rápido cuando entré. “Te traje cena, cielo.”

“Gracias, mamá.” Al dejar la bandeja en su mesita, miré su escritorio. Papeles dispersos, libros y un hilo de correos impreso, medio escondido. Los nombres en la parte superior me helaron la sangre: Diego y Rebeca. Mis manos temblaron al sacar el papel. Los mensajes, de hacía tres semanas, hablaban de encuentros, reservas de hotel y “solucionar lo de Lucía”.

“Mamá”, la voz de Sofía en la puerta me sobresaltó. Estaba allí, con su plato vacío, sus ojos serenos y calculadores.

“Sofía, ¿de dónde salió esto?”

Dejó el plato y cerró la puerta. “Papá no es muy bueno con las contraseñas.”

“¿Cuánto hace que sabes de Rebeca?”

“Seis semanas. Lo del dinero, lo descubrí un día antes de que se fuera.”

Seis semanas. Mientras yo vivía ajena, mi hija cargaba con ese peso. Sentí náuseas. “¿Por qué no me lo dijiste?”

“Quería estar segura”, dijo, pareciendo por fin su edad. “Y quería saber qué hacer.”

“Cariño, esto no es tu responsabilidad.”

“Sí lo es”, su voz fue firme. “Robó mi fondo de estudios. Nos mintió a las dos. Alguien tenía que hacer algo.”

Miré su habitación con otros ojos. “¿Qué más sabes?”

Sofía sacó un cuaderno espiral de debajo del colchón. Las páginas estaban llenas de notas, capturas de pantalla y datos bancarios. Mi hija había estado espiando a su propio padre.

“Papá cree que es listo, pero es descuidado”, explicó. “Usa la misma contraseña para todo. No borra el historial.”

“Sofía, esto… hackear cuentas… no es legal.”

Me miró, su expresión demasiado madura. “Tampoco robar 75.000 euros del fondo de tu hija.”

“Enséñame todo”, dije.

Abrió su portátil y accedió a una carpeta llamada “Proyecto de Ciencias”. Dentro había subcarpetas: Registros Financieros, Comunicaciones, Pruebas de Fraude.

“Empezó con el segundo móvil de papá”, dijo, abriendo una carpeta. “Creía que lo escondía, pero lo vi usarlo una noche.” La pantalla se llenó de mensajes entre mi marido y Rebeca Morales, una compañera de su despacho. Planeaban su futuro juntos.

“Empeora, mamá”, Sofía abrió otra carpeta. “Rebeca lleva dos años robando a sus clientes.” Las pruebas eran abrumadoras: transferencias, facturas falsas, estados de cuenta manipulados.

“Sofía, ¿cómo entraste en sus sistemas?”

“Rebeca usa la misma clave para todo: Morales2011. Su apellido y el año que se graduó. Lo encontré en su perfil de LinkedIn.” Sofía encogió los hombros. “La gente es muy predecible.”

Abrió otra carpeta, y mi mundo volvió a tambalearse. Extractos bancarios a mi nombre, de cuentas que nunca abrí. Solicitudes de crédito con el DNI de Sofía.

“Mamá, papá no solo robó nuestro dinero. Usó nuestras identidades para pedir préstamos. Los 75.000 euros eran solo la entrada para uno de 200.000 a mi nombre. Él y Rebeca compraban una casa en Mallorca. Iban a desaparecer y dejarnos con la deuda.”

Sentí que vomitaría. Mi marido no solo nos había abandonadoCuando colgó el teléfono esa tarde, comprendí que mi hija no solo había recuperado nuestro futuro, sino que me había enseñado que, a veces, la justicia llega en silencio y con tinta de impresora.

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