Tras el divorcio, mi ex me lanzó una vieja almohada con desprecio. Al abrirla para lavarla, descubrí algo que me dejó sin palabras…

Héctor y yo llevábamos cinco años de matrimonio. Desde el primer día en que me convertí en su esposa, me acostumbré a sus palabras frías y sus miradas indiferentes. Héctor no era violento ni gritón, pero su apatía hacía que mi corazón se marchitara un poco más cada día.

Tras nuestra boda, vivimos en la casa de sus padres en un barrio de Madrid.

Todas las mañanas me levantaba temprano para cocinar, lavar la ropa y limpiar.

Todas las noches me sentaba y esperaba a que llegara, solo para escucharle decir:

“Sí, ya he comido.”

A menudo me preguntaba si aquel matrimonio era diferente a ser una inquilina. Intenté construir, intenté amar, pero lo único que recibí a cambio fue un vacío invisible que no podía llenar.

Entonces, un día, Héctor llegó a casa con el rostro frío y serio.

Se sentó frente a mí, me tendió los papeles del divorcio y dijo con voz seca:

—Firma. No quiero perder más el tiempo.

Me quedé helada, pero no me sorprendió. Con lágrimas en los ojos, cogí el bolígrafo con mano temblorosa. Todos los recuerdos de esperarle en la mesa, de las noches en que sufría dolores de estómago y los soportaba sola, volvieron de golpe como heridas profundas.

Tras firmar, hice las maletas.

No había nada en su casa que fuera mío, excepto algo de ropa y la vieja almohada con la que siempre dormía.

Mientras salía con la maleta, Héctor me lanzó la almohada, con voz sarcástica:

—Llévatela y lávala. Seguro que está a punto de deshacerse.

Cogí la almohada, con el corazón encogido. Era vieja; la funda estaba desgastada, con manchas amarillentas y algún que otro roto.

Era la almohada que había traído del pueblo de mi madre, en un pequeño rincón de Galicia, cuando vine a estudiar a la ciudad, y la conservé al casarme porque no podía dormir sin ella.

Él siempre se quejaba, pero yo la guardaba. Salí de aquella casa en silencio.

De vuelta en mi habitación alquilada, me senté aturdida, mirando la almohada. Pensando en sus palabras, decidí quitar la funda para lavarla, al menos para que estuviera limpia y pudiera dormir sin soñar con recuerdos dolorosos.

Al abrir la cremallera, noté algo raro. Había algo duro entre el algodón. Metí la mano y me quedé paralizada. Un pequeño envoltorio de papel, cuidadosamente envuelto en una bolsa de plástico.

Lo abrí con manos temblorosas. Dentro había un fajo de billetes de 500 euros y un papel doblado en cuatro.

Lo desplegué. Apareció la letra temblorosa de mi madre:

“Hija mía, este es el dinero que ahorré por si pasabas apuros. Lo escondí en la almohada porque sabía que serías demasiado orgullosa para aceptarlo. No sufras por un hombre, mi niña. Te quiero.”

Mis lágrimas cayeron sobre el papel amarillento. Recordé que, el día de mi boda, mi madre me dio la almohada diciendo que era muy suave, para que durmiera bien.

Yo me reí y dije:

“Madre, estás mayor, qué cosas más raras dices. Héctor y yo seremos felices.”

Ella solo sonrió, con una mirada lejana y triste. Abracé la almohada contra mi pecho, como si mi madre estuviera a mi lado, acariciándome el pelo.

Resulta que ella siempre supo cuánto sufriría una hija si elegía al hombre equivocado. Resulta que había preparado un salvavidas para mí; no una fortuna, pero sí lo suficiente para no caer en la desesperación.

Esa noche, me acosté en la cama dura de mi pequeña habitación, abrazando la almohada, con las lágrimas empapando la funda.

Pero esta vez no lloraba por Héctor. Lloraba por el amor de mi madre.

Lloraba porque me sentía afortunada, porque al menos tenía un lugar al que volver, una madre que me quería y un mundo enorme esperando para recibirme.

Al día siguiente, me levanté temprano, doblé la almohada con cuidado y la guardé en la maleta. Me dije que alquilaría una habitación más pequeña, cerca del trabajo.

Enviaría más dinero a mi madre y viviría una vida en la que ya no temblaría ni esperaría mensajes fríos de nadie.

Me sonreí al espejo.

Esta mujer de ojos hinchados, a partir de hoy, viviría para sí misma, para su madre que envejecía en el pueblo y para todos los sueños de juventud que aún esperaban.

Aquel matrimonio, aquella almohada vieja, aquella burla… todo era solo el final de un capítulo triste. Pero mi vida aún tenía muchas páginas nuevas, esperando a ser escritas por mis propias manos fuertes.

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