La lluvia había empapado su sudadera horas atrás. Sus zapatos hacían un sonido chirriante con cada paso, pero ella seguía adelante, calle tras calle, esperando que la siguiente farola le ofreciera calor, alimento o alivio para el dolor.
No había comido desde la mañana anterior. ¿Aquella media rebanada de pan que encontró en un contenedor detrás del bar? Se la comió antes del mediodía. Se repetía que el hambre pasaría, pero ahora sentía que algo le desgarraba las entrañas.
La cabeza le daba vueltas. Las rodillas le flaqueaban.
Entonces lo oyó. Un gemido suave, asustado.
Se giró y vio al cachorro más pequeño enrollado en la alcantarilla, medio cuerpo empapado y temblando tanto que se le marcaban las costillas. Una pata la tenía doblada bajo sí, como si se hubiera caído y no pudiera moverse.
Debería haber seguido caminando. Necesitaba seguir.
Aun así, se arrodilló. “Tranquilo”, susurró, extendiendo la mano.
“Yo también estoy perdida”.
El cachorro no se resistió. Simplemente apoyó su hocico húmedo en su palma, como si la hubiera estado esperando.
Lo envolvió en el único rincón seco de su sudadera y lo apretó contra su pecho, aunque sus brazos temblaban. No sabía qué hacer después.
Los albergues estaban llenos. Los conductores de autobús ya no la dejaban subir. El dueño de la tienda de la esquina le había prohibido volver. Aun así, echó a andar de nuevo, esta vez con el cachorro acurrucado contra su pecho.
Justo al doblar por el callejón detrás de la vieja farmacia, sus piernas cedieron por completo.
Cayó contra el pavimento con fuerza. Por un instante… no se movió.
El cachorro emitió un débil gañido y le rozó la mejilla, como si sintiera su decaimiento. Ella abrió los ojos, apenas.
Soltó un gemido, intentando ordenar a sus brazos que la levantaran, pero su cuerpo no obedeció.
El mundo se inclinó de lado. Luego, la oscuridad se arrastró desde los bordes.
No recordaba perder el conocimiento. Pero cuando despertó, el cachorro había desaparecido.
El corazón le dio un vuelco. Se incorporó con una fuerza que no sabía que tenía y gritó: “¡Eh! ¡Eh, pequeñín!”
Solo silencio y el sonido de la llovizna golpeando el asfalto roto. Las lágrimas brotaron antes de poder detenerlas.
No por ella. Sino porque, por un breve instante, aquel cachorro la había hecho sentir menos invisible.
Y ahora también se había ido. Se enrolló de nuevo sobre sí misma, abrazándose el estómago para acallar su rugido.
No lloró. Simplemente dejó que la lluvia le golpeara la cara, como si perteneciera allí.
Entonces oyó pasos. Pesados.
No del tipo que una ignora cuando está acostumbrada a dormir con un ojo abierto. Se sentó de golpe, el corazón acelerado.
Un hombre de unos sesenta años estaba allí, con un chubasquero amarillo y una bolsa de la compra en la mano. Parecía el abuelo de alguien.
No amenazante, pero desconocido.
“¿Estás bien?”, preguntó, su voz baja pero no desagradable.
No respondió de inmediato. Su mente iba a mil.
¿Inventar una excusa? ¿Pedir dinero? ¿Fingir que solo descansaba?
“Yo… solo me he caído”, murmuró.
Él asintió, miró su ropa, los moratones en sus rodillas y la acera vacía tras ella. Luego dijo algo inesperado.
“¿Has perdido un cachorro?”
Ella levantó la cabeza de golpe.
“¿Lo has visto?”
Él se agachó lentamente y apartó el chubasquero. Debajo, envuelto en una toalla pequeña, estaba el tembloroso bulto de pelo.
“Lo oí ladrar por la esquina. Pensé que alguien lo estaría buscando”.
Los hombros de la chica se relajaron. Extendió los brazos, y él le devolvió al cachorro con cuidado. El animal se refregó contra ella como si nunca se hubiera ido.
“El pobre está helado”, murmuró el hombre. “Y tú también”.
Ella esbozó una media sonrisa, sin saber qué más decir.
“Soy Ramón”, añadió. “Y parece que necesitas algo caliente”.
Sus instintos le advirtieron que no confiara. Pero su estómago se retorció con tanta fuerza que casi tomó la decisión por ella.
“Yo… soy Lucía”, dijo en voz baja.
Ramón se levantó y le tendió la bolsa.
“Sopa. Y algo de pan. Iba de vuelta a mi piso. Puedes venir tú y el pequeñín. Solo es cenar. No me debes nada”.
Dudó. La gente no ayudaba sin esperar algo a cambio.
Pero la gente tampoco solía devolver cachorros perdidos.
Asintió, una sola vez.
Su piso estaba a una calle, encima de una ferretería cerrada. Olía ligeramente a libros viejos y cedro. Un radiador tintineaba en un rincón, luchando por calentar el pequeño espacio.
Le dio una toalla, ropa seca —de su difunta esposa, dijo— y la dejó sola para cambiarse.
La sopa era humilde. Sopa de pollo, de bote.
Pero estaba caliente, y llenó el vacío dentro de ella que no se había sentido saciado en semanas. El cachorro también comió, engullendo con avidez unas croquetas reblandecidas que Ramón guardaba para las visitas del perro de su vecino.
No hablaron mucho esa noche. Lucía estaba demasiado agotada.
Demasiado abrumada.
Pero antes de acurrucarse en el viejo sofá con el cachorro pegado a ella, hizo una pregunta.
“¿Por qué me ayudaste?”
Ramón no dudó.
“Mi hija”, dijo. “Se fue de casa a los diecisiete”.
“Nunca pude ayudarla. Pensé que quizá podría ayudar a otra”.
Lucía no supo qué responder.
Así que dio las gracias.
En voz baja, pero sincera.
Los días siguientes trajeron un consuelo extraño. Ramón no hizo demasiadas preguntas.
La dejó quedarse. Le dio espacio.
A veces comían juntos. Otras veces, no.
Le ofreció pequeñas tareas —barrer la escalera, ordenar cajas en el desván— y le dio algunos euros de vez en cuando, asegurándose de que nunca pareciera caridad.
Lucía se encontró hablando más.
De los centros de acogida.
De las peleas.
De las malas decisiones y la gente que nunca le dio una segunda oportunidad.
Ramón escuchaba.
Sin juzgar.
El cachorro, al que llamó Canelo, se recuperó rápido. La seguía a todas partes, una sombra moviendo el rabo y ladrando.
Una mañana, Ramón le entregó un folleto doblado. Era de un refugio de animales que buscaba voluntarios.
“Necesitan ayuda para pasear perros”, dijo. “Y tú tienes mano con los pequeños”.
Lucía sonrió.
“¿De verdad crees que dejarían a alguien como yo ayudar?”
“Creo que tendrían suerte de tenerte”.
Fue al día siguiente, con Canelo.
No era glamuroso. Bolsas de excrementos, patas embarradas, ladridos durante horas.
Pero se sentía necesitada.
Después de tanto tiempo sintiéndose como un fantasma, ese propósito lo era todo.
Pasaron semanas.
Luego meses.
Lucía empezó a cambiar.
Sus ojos tenían menos miedo.
Sus pasos eran más firmes.
Incluso consiguió un trabajo a media jornada en el refugio, limpiando jaulas y reponiendo suministY años más tarde, cuando Lucía abrió las puertas de su propio refugio para jóvenes sin hogar, supo que el pequeño Canelo, ahora un perro viejo y sabio, había sido el regalo que la vida le envió en el momento más oscuro, para enseñarle que incluso en la tormenta más fría puede nacer una luz.