La vida puede cambiar en un instante, transformando una tarde cualquiera en una pesadilla que nunca imaginaste. Aprendí esta lección de la forma más dura cuando un simple viaje de vuelta a casa desde la casa de una amiga se convirtió en un accidente catastrófico que me dejó más preguntas que respuestas. Lo último que recuerdo es cantar con la radio antes de que un coche a toda velocidad me chocara en una curva, sumiéndome en la oscuridad.
Desperté en una habitación de hospital sin recordar el accidente ni la semana y media que pasé en coma. Los médicos me explicaron que tenía suerte de estar viva y de no estar paralizada, pero había desarrollado amnesia parcial. Recordaba a mi familia, a mis amigos más cercanos y a mi querido perro Coco, pero había olvidado dónde trabajaba, mi dirección e, incluso más importante, al hombre que decía ser mi prometido.
Javier estaba allí cuando desperté, asegurando que llevábamos un año y medio juntos y que estábamos comprometidos. Me mostró fotos de nosotros juntos y regalos que nos habíamos hecho, pero nada me resultaba familiar. Mi madre confirmó nuestra relación, aunque parecía sorprendida de que no le hubiera hablado de nuestros planes de boda. A pesar de las afirmaciones de todos, Javier me resultaba un completo desconocido.
Cuando por fin me dieron el alta, Javier me llevó a casa, donde mi perro Coco, un Jack Russell, me esperaba. En lugar de la alegre reunión que esperaba, Coco ladró con agresividad e intentó morder a Javier, algo totalmente opuesto a su carácter amistoso. Javier dijo que el perro nunca lo había querido, pero su explicación no me convenció.
Con el paso de los días, aparecieron más señales de alarma. Javier me cambió el móvil estropeado, pero también el número, impidiéndome contactar con mis amigos. No quería que viera a nadie, alegando que necesitaba descansar. Quería acelerar los planes de la boda pese a que yo no recordaba nada de nuestra relación. Pero lo más inquietante era la reacción de Coco, que seguía mostrándose hostil cada vez que Javier se acercaba.
La verdad salió a la luz cuando mi amiga Lucía vino a verme, burlando los intentos de Javier por evitarlo. Me reveló que no había ningún registro de la existencia de Javier y que yo nunca antes había mencionado tener prometido. Ese mismo día llegó un paquete con un contrato matrimonial que le daría a Javier la mitad de mis bienes en caso de divorcio, una suma importante heredada de mi abuela.
Llamamos a la policía, que descubrió que Javier era en realidad Alejandro, un antiguo empleado de la residencia donde mi abuela pasó sus últimos meses. Había descubierto mi herencia y aprovechó mi pérdida de memoria para inventarse una identidad como mi prometido. De no haber sido por el instinto protector de Coco, que me alertó de que algo no cuadraba, podría haberme casado con un desconocido y perderlo todo. A veces, nuestras mascotas saben más que nosotros, y en mi caso, el ladrido de mi perro me salvó de un engaño devastador.