**Diario personal de Javier Mendoza**
Hoy no era un día como los demás. Javier Mendoza no estaba acostumbrado a caminar por la calle. Era el tipo de hombre que llegaba en un coche con chófer, rodeado de asistentes, como si la ciudad le perteneciera. Pero hoy fue distinto. Su prometida, Claudia Ramírez, insistió en que caminaran las últimas calles hasta su reunión. “La luz del verano es demasiado hermosa para desperdiciarla”, dijo.
Íbamos por una calle bulliciosa cuando Claudia se detuvo de golpe. Su mano se aferró a mi brazo, las uñas clavándose en la tela.
“Javier”, susurró, “no mires aún… pero hay un niño sentado al otro lado.”
Seguí su mirada.
El niño estaba descalzo, encaramado en el borde de una cornisa de piedra, con las rodillas pegadas al pecho. Tenía el rostro delgado, el pelo rubio cenizo y un hoyuelo en la mejilla izquierda: un detalle que llevaba grabado como una cicatriz. Pero sus ojos… Me dejaron sin aire. Azules, profundos como el mar. Iguales a los de mi difunta esposa.
No los había visto en doce años.
No desde el día en que mi hijo de cinco años desapareció en un parque lleno de gente.
La voz de Claudia era apenas un susurro. “Se parece a—”
“—A mi hijo”, terminé yo, las palabras sabiendo a óxido.
La policía había dejado de llamar hace años. Los grupos de búsqueda se disolvieron. Los carteles de desaparecidos fueron reemplazados por otros. Pero yo nunca me rendí. Su habitación seguía intacta, la cama sin hacer, los coches de juguete alineados en la estantería, como si él pudiera entrar en cualquier momento.
Y ahora… ¿era él?
Claudia se acercó primero, agachándose frente al niño. “Cariño, ¿estás bien?”
El niño apenas levantó la vista. “Estoy bien”, murmuró, con la voz ronca, como si no hubiera hablado en días.
“¿Cómo te llamas?”, pregunté, con la garganta apretada.
Vaciló. “…Daniel.”
Mi corazón dio un vuelco. Mi hijo se llamaba Daniel.
Antes de que pudiera decir más, Daniel miró hacia la calle. Un hombre alto, con una chaqueta de cuero gastada, salió de un callejón con el ceño fruncido.
“¡Tú!”, gruñó. “¡Vuelve al trabajo!”
Daniel se levantó de un salto y salió corriendo. El hombre lo persiguió. Y yo, sin pensarlo, corrí tras ellos.
El chico era rápido—esquivando peatones, metiéndose en callejones. Mis piernas ardían, pero el pánico en el pecho ardía más. Ya lo había perdido una vez. No podía—no iba a—perderlo otra vez.
Daniel entró por una puerta lateral de un almacén abandonado. Cuando llegué, la puerta de metal se cerró de golpe. Dentro, se oían voces ahogadas.
“Si vuelves a hablar con desconocidos, te arrepentirás”, gruñó el hombre.
“Yo no—” La voz del niño se quebró. Un golpe seco resonó.
La sangre se me heló. “¡Abre! ¡Ahora!”, grité, golpeando la puerta.
El hombre entreabrió la puerta, sonriendo con sorna. “Lárgate, pijo. Este niño es mío.”
“¿Desde cuándo es legal esto?”, dije en un tono bajo, peligroso.
La sonrisa se desvaneció. “Trabaja para mí. Se gana la vida.”
“Es un niño”, espeté. “Y aquí se acabó.”
Claudia ya estaba llamando a la policía. El sonido de las sirenas se acercaba. El hombre se puso nervioso.
Empujé la puerta. Daniel se acercó tambaleándose, sujetándose el costado. Sin pensarlo, lo abracé.
“Está bien, hijo”, susurré, sin poder contenerme. “Ahora estás a salvo.”
El niño no se apartó.
En la comisaría, Daniel estaba envuelto en una manta, evitando las miradas. Cuando un agente preguntó su nombre completo, vaciló, luego me miró fijamente.
“…Creo que es Mendoza”, dijo en voz baja. “Daniel Mendoza. Alguien me llamaba así… antes de que todo se torciera.”
El pecho se me oprimió. No me atrevía a respirar cuando un detective me apartó.
“Encontramos un informe de desaparición de hace doce años. Todo coincide. Haremos una prueba de ADN, pero, señor Mendoza… creo que encontró a su hijo.”
Al día siguiente, los resultados lo confirmaron.
Daniel era mío.
Su habitación seguía intacta—las paredes azules, los coches de juguete, la torre de Lego sin terminar en el escritorio. Daniel se quedó mirando, con los ojos muy abiertos.
“¿Lo… lo guardaste todo?”
Mi voz se quebró. “Me prometí que no cambiaría nada hasta que volvieras.”
El niño cruzó la habitación y me abrazó—fuerte, desesperado, temblando. Cerré los ojos, abrazándolo como si quisiera recuperar cada segundo perdido.
Desde la puerta, Claudia observaba en silencio. Aquí no había un millonario, ni un empresario. Solo un padre, por fin completo.
Pero en algún lugar de la ciudad, un hombre con chaqueta de cuero seguía libre. Y yo sabía—si alguien intentaba quitarme a mi hijo de nuevo, tendría que pasar por mí primero.