Siempre bromeábamos con que necesitaríamos corbatines de colores para distinguirlos.
Así que lo hicimos: azul, verde, rojo.
Tres copias perfectas, hasta en los hoyuelos.
Se completaban las frases.
Tenían su propio lenguaje.
Lo compartían todo.
Era como criar un solo alma en tres cuerpos.
Pero hace unas semanas, Verde—Leo—empezó a despertarse llorando.
No por pesadillas.
Por recuerdos.
Así los llamaba él.
Decía cosas como: «¿Te acuerdas de la casa antigua con la puerta roja?». Nunca hemos tenido una puerta roja.
O: «¿Por qué ya no vemos a la señora Martínez? Siempre me daba caramelos de menta». No conocemos a ninguna Martínez.
La otra noche, me miró fijamente y soltó: «Echo de menos el coche viejo de papá. El Seat verde con el parachoques abollado».
Me quedé helado.
No hablaba de mi coche. Yo conduzco un Renault.
Y nunca ha habido un Seat verde en nuestra familia.
Al principio, pensamos que era imaginación.
Los niños tenían siete años.
Inventaban historias constantemente: barcos piratas, dinosaurios en el ático, hadas bajo el porche.
Pero esto era diferente.
Cuando Leo hablaba, sus ojos se vidriaban, como si estuviera en otro lugar.
No intentaba impresionar a nadie.
Creía de verdad lo que decía.
Mi mujer, Lucía, intentó calmarlo.
«Quizá lo soñaste, cariño. A veces los sueños parecen reales».
Leo negó lentamente.
«No. Lo recuerdo. La puerta roja chirriaba al abrirla. Mamá me decía que no la cerrara de golpe».
«Mamá» era yo.
Pero no me miraba al decirlo.
Era como si yo hubiera desaparecido, reemplazada por alguien más en su mente.
Lucía y yo empezamos a apuntar todo lo que decía.
Pensamos comentarlo con su pediatra.
Quizá incluso con un psicólogo infantil si continuaba.
Entonces Leo empezó a dibujar.
Página tras página de una casa con puerta roja.
Siempre los mismos detalles: una chimenea con hiedra, un camino de piedra, un pequeño jardín lleno de claveles.
Sus hermanos, Hugo y Pablo, miraban por encima de su hombro y decían: «Qué casa más chula», pero no parecían perturbados.
Leo no estaba asustado.
Solo… triste.
Como si le hubieran arrebatado algo valioso.
Un sábado por la mañana, lo encontré en el garaje, rebuscando en cajas.
Me miró con las manos llenas de polvo.
«¿Todavía tenemos mi guante de béisbol?».
«No juegas al béisbol, hijo», contesté suavemente.
«Antes sí», insistió. «Antes de caerme».
Me agaché. «¿Antes de qué?».
«Antes de caerme de la escalera. La que papá me dijo que no subiera».
Se tocó la nuca. «Me dolió mucho».
Lo observé.
Había una certeza tranquila en su voz.
No miedo.
No confusión.
Solo recuerdo.
Pedimos cita con su pediatra, la doctora Ruiz. Nos escuchó con atención, tomó notas y nos recomendó un psicólogo infantil especializado en memoria temprana.
«No estamos sugiriendo que algo vaya mal», nos tranquilizó. «Pero si estos recuerdos le angustian o afectan a su realidad, vale la pena explorarlo».
Concertamos la cita.
El psicólogo, el doctor Luis Molina, era cálido y amable.
A Leo le cayó bien al instante.
Tras dos sesiones, nos dijo en privado: «Esto no es un juego imaginativo común. Describe cosas con un nivel de detalle y coherencia que sugiere un recuerdo profundamente arraigado. Algunos lo llaman memoria de vidas pasadas, aunque sé que es controvertido».
¿Vidas pasadas? Casi me reí.
Quería una explicación médica.
Una peculiaridad cerebral.
Imaginación hiperactiva.
No… reencarnación.
Pero el doctor Molina no defendía ninguna teoría.
Simplemente dijo: «Sea cual sea el origen, está procesando algo muy real para él. No lo descarten».
Esa noche, busqué en internet: «Niños que recuerdan vidas pasadas».
Encontré decenas de relatos.
Un niño que recordaba morir en un accidente de coche.
Una niña que hablaba francés fluido sin haberlo oído nunca.
Padres como nosotros, divididos entre la lógica y algo más extraño.
Un artículo mencionaba a una investigadora, la doctora Sofía Rojas, que entrevistaba a niños con experiencias similares.
Vivía en otra comunidad autónoma.
Le envié un correo.
Al día siguiente, respondió: «Me encantaría hablar con tu hijo».
Concertamos una videollamada.
Leo, tímido al principio, se escondió detrás de mí, pero la doctora Rojas tenía un trato afable.
Hizo preguntas sencillas.
«¿Recuerdas tu nombre de esa otra vida?».
Leo asintió. «David».
«¿Y tu apellido?».
Arrugó la frente. «Algo como Torres. O López. No me acuerdo bien».
«¿Dónde vivías?».
«En una casa con puerta roja. En Galicia. Cerca de las vías del tren».
Vivimos en Madrid. Nunca hemos estado en Galicia.
La doctora Rojas le preguntó si recordaba algo más: colegios, amigos, qué le había pasado.
Vaciló, luego susurró: «No debía subir a la escalera. Pero quería arreglar la bandera. Caí. La cabeza…».
Se tocó el mismo punto de nuevo.
Luego miró hacia otro lado, en silencio.
La doctora Rojas dijo que investigaría. Tenía acceso a archivos antiguos y conocía casos similares.
Tres días después, me llamó.
«Encontré un David López. Vivía en Vigo. Murió en 1985. Siete años. Se cayó de una escalera en su jardín. Fractura de cráneo».
Un escalofrío me recorrió los brazos.
Me envió el obituario por correo. Había incluso una foto borrosa.
El niño se parecía asombrosamente a Leo.
Los mismos ojos.
El mismo remolino en el pelo.
No supe cómo procesarlo.
No quería asustar a Leo ni a sus hermanos.
Se lo conté a Lucía.
Pasamos la noche en vela hablando.
Ella lloró.
No de miedo.
De algo más difícil de definir.
Tristeza, quizá.
Confusión.
Asombro.
A la mañana siguiente, Leo entró en la cocina y dijo: «Creo que ya no tendré más sueños».
«¿Por qué, cielo?», preguntó Lucía.
«Porque creo que ya recordé todo lo que debía».
Sonaba más maduro que un niño de siete años.
Como si hubiera cerrado un capítulo.
A partir de ese día, los recuerdos cesaron.
No volvió a mencionar la puerta roja ni el Seat.
Retomó los dibujos de dinosaurios, no de casas.
Jugaba al pilla-pilla con sus hermanos.
Reía como si nada hubiera pasado.
No insistimos.
Lo dejamos estar.
Pasaron unos meses.
Entonces, una tarde, recibí una carta sin remitente.
Dentro había una foto descolorida: una casa con puerta roja.
Chimenea con hiedra.
Un pequeño jardín de claveles.
Una nota escrita a mano:
«Pensé que te gustaría tener esto. —Señora Martínez».
Me temblaron las manos.
Se lo enseñé a Lucía.
Ella miró la foto, sin palabras.
Nunca habíamos hablado con nadie de la señora Martínez.
Excepto Leo.
Y la doctora Rojas.
Intenté contactarla de nuevo, peroNunca logré encontrarla, y a veces me pregunto si solo fue una mano amiga enviándonos lo que necesitábamos para entender.