La Cajera Descubre que Hereda un Próspero Negocio al Encontrar un Testamento

Hace mucho tiempo, en un rincón de Madrid, una carta inesperada cambiaría para siempre la vida de una joven. Aquel papel amarillento guardaba un secreto que había permanecido oculto durante años y una fortuna que nunca imaginó.

Gregorio cerró con llave la pequeña tienda de ultramarinos donde trabajaba como cajero desde hacía veinte años. Su abrigo, gastado y delgado, no lograba protegerle del frío mientras caminaba hacia casa, pero aun así esbozaba una sonrisa. Había sido otro buen día en el trabajo.

Su esposa nunca entendió cómo encontraba satisfacción en lo que ella llamaba un empleo modesto. Lo abandonó por falta de ambición, pero a él aún le quedaba su hija.

Lucía estaba en el recibidor del edificio donde vivían cuando Gregorio entró. Acababa de empezar a trabajar como cajera y aún llevaba el uniforme. En una mano sostenía una carta.

—¿Qué tienes ahí, hija? —preguntó Gregorio al acercarse.
Lucía levantó la vista, sobresaltada. —Dímelo tú, papá. Tengo miedo de abrirla.

Gregorio frunció el ceño y tomó el sobre. El membrete pertenecía a un bufete de abogados.

—¿Por qué me escribiría un abogado?
Gregorio se encogió de hombros, rompió el sobre y leyó el contenido. Sus manos temblaron y la mandíbula se le desencajó.

—¿Es algo malo?
—Es… increíble. Según esto, alguien te ha dejado en herencia tres restaurantes valorados en casi tres millones de euros.

—¡Qué dices! —Lucía arrebató la carta de sus manos—. Esto debe de ser una estafa.

—Hice esto para saber si eres buena persona.
—Hay una forma sencilla de comprobarlo. —Gregorio señaló el número del abogado en el papel.

Lucía llamó y concertó una reunión para el día siguiente. Gregorio la acompañó.

—Tiene que haber un error —dijo Lucía al entrar en el despacho—. No conozco a nadie que me dejaría tal fortuna.

El abogado negó con la cabeza. —No hay error, señorita. Mi cliente, Mateo Marchena, fue muy claro en sus instrucciones.
Gregorio sintió como si le hubieran dado una descarga. —¿Puede repetir ese nombre?
—Mateo Marchena.

Entonces Gregorio lo comprendió todo. Bajó la cabeza y rompió a llorar.

Unos meses atrás…

Mateo temblaba de nervios al acercarse al mostrador. Dejó un chicle y miró al cajero, cuya placa decía “Gregorio”. Era él.

—¿Se encuentra bien, señor?
—Sí. —Mateo reaccionó y le entregó un billete de cinco euros—. Pero necesito hablar con usted. Es sobre Lucía.

El hombre alzó la vista, alarmado. —¿Le pasa algo?
Mateo negó. —¿Tiene un momento?

Quedaron en una cafetería cercana durante la pausa de Gregorio. Mientras esperaba, Mateo repasó las revelaciones que lo habían llevado hasta allí.

Días antes, hablando con su amigo Jerónimo sobre su enfermedad terminal, se lamentó de no tener herederos para su negocio de restauración. Entonces Jerónimo le soltó la bomba: tenía una hija que no conocía. Su exnovia había muerto en el parto y el bebé fue dado en adopción.

Mateo contrató a un detective para encontrarla y, al fin, se sentó con Gregorio, su padre adoptivo.

—¿Sabe Lucía que es adoptada?
—No, y no puede decírselo —rogó Gregorio—. Mi esposa me dejó hace meses y no soportaría perderla también.

Mateo se debatió entre conocer a su hija y respetar la vida que Gregorio le había dado. No quería alterar su mundo cuando a él le quedaban pocos meses.

—¿Cómo es ella? ¿Es buena persona?
Gregorio sonrió. —Es extraordinaria. Trata a todos con igualdad.

Mateo asintió. Entonces ideó un plan.

Al día siguiente, disfrazado de mendigo, fue a la tienda donde Lucía trabajaba. Llevó alimentos básicos a su caja.

—Lo siento, señorita —dijo cuando le dio el total—. Solo tengo diez euros.
—No se preocupe —respondió Lucía con dulzura—. Yo pago el resto.

Una semana después, Mateo regresó con traje elegante y productos caros. Empujó a otros clientes.

—¡Que me atiendan ya! ¡Tengo prisa!
—Entonces llegará tarde a su cita —replicó Lucía, sirviendo a la señora detrás de él—. Aquí no hay preferencias.

Mateo sonrió. —Me alegra oír eso.
Tomó un ramo de claveles amarillos y dejó el dinero. —Estos son para ti, Lucía. Me llamo Mateo, e hice esto para comprobar si eras buena persona. Recuerda mi nombre cuando los veas.

En el presente…

—Mateo era tu padre biológico —confesó Gregorio—. Eres adoptada.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Tenía miedo de perderte, como a tu madre.

Lucía lo abrazó. —Nunca te dejaré, papá.
El abogado tosió. —Como iba diciendo, el señor Marchena le dejó en herencia sus tres restaurantes, valorados en más de un millón cada uno.

También quería darle esto.
Salió y regresó con un ramo de claveles amarillos.

Lucía los acarició. —Ahora lo entiendo —murmuró—. Vino a probarme.
Gregorio posó una mano en su hombro. —Estoy seguro de que se sintió orgulloso de ti, y lo seguirá siendo desde el cielo.

¿Qué nos enseña esta historia?

Trata a los demás con igualdad y serás recompensado. Mateo supo que Lucía era digna de su herencia al ver su bondad.

La felicidad puede encontrarse en lo sencillo. Gregorio y Lucía eran felices con su vida humilde y trabajadora.

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