El viento de febrero aullaba sobre el viejo cementerio en las afueras de Rascafría, Madrid, arrastrando hojas secas entre cruces torcidas y lápidas modestas.
Antonio Delgado caminaba con paso firme, envuelto en un abrigo negro, las manos hundidas en los bolsillos. Su rostro permanecía sereno, casi indiferente, aunque por dentro sus pensamientos se agitaban sin descanso.
Como cada año, venía aquí para cumplir su silencioso ritual: visitar la tumba de su esposa, Elena. Cinco años habían pasado desde que ella se fue, y aunque el dolor externo ya se había desvanecido, Antonio seguía destrozado por dentro. Aquel día no solo se había llevado al amor de su vida, sino también el calor de su casa en el barrio histórico, las tardes compartidas tomando café y ese lazo invisible que lo mantenía a flote.
Se detuvo ante una lápida de granito gris, sencilla. El nombre de Elena estaba tallado con letras claras, junto a las fechas de su vida, que ahora parecían tan lejanas. Antonio miró la inscripción en silencio, sintiendo el frío filtrarse bajo su ropa.
No era de los que expresaban sus sentimientos en voz alta. “Ya han pasado cinco años”, murmuró, sin esperar respuesta. Era inútil, pero allí, de pie, siempre le parecía que Elena podía oír sus susurros, como si el viento llevara su aliento desde las profundidades de la tierra.
Quizás por eso nunca había podido dejarla ir del todo. Cerró los ojos, respiró hondo e intentó protegerse del vacío que le oprimía el pecho. De pronto, un leve crujido interrumpió sus pensamientos.
Antonio frunció el ceño y volvió la cabeza. Entonces lo vio.
Sobre la tumba de Elena, arropado con una manta raída, había un niño pequeño. No tendría más de seis años. Su frágil cuerpo temblaba de frío, y entre sus pequeñas manos apretaba una fotografía descolorida.
Antonio se quedó inmóvil, sin creer lo que veía. El niño dormía. Dormía justo encima de la lápida de su esposa.
“¿Qué demonios…?”, musitó, acercándose con cautela, sus botas crujiendo sobre la gravilla helada. Al aproximarse, lo observó: vestido con una chaqueta demasiado fina para el invierno, el pelo revuelto por el viento, la piel pálida por el frío.
“¡Oye, chaval!”, llamó con voz firme pero suave. El niño no se movió.
“¡Despierta!” Le tocó el hombro con delicadeza. El pequeño se estremeció, abriendo unos grandes ojos oscuros. Primero parpadeó, asustado, y luego fijó la mirada en Antonio.
Por un momento, solo se miraron. El niño apretó la foto con fuerza y murmuró, tembloroso: “¡Mamá!”.
Antonio sintió un escalofrío recorrerle la espalda. “¿Qué has dicho?”, preguntó.
El niño tragó saliva y bajó la vista. Sus delgados hombros se encogieron. “Lo siento, mamá. No quería dormirme aquí”, añadió en un susurro.
El corazón de Antonio se encogió. “¿Quién eres tú?”, preguntó, pero el pequeño guardó silencio, solo apretando la foto contra el pecho, como si fuera su único tesoro.
Antonio extendió la mano hacia la fotografía. El niño intentó resistirse, pero no tuvo fuerzas. Cuando Antonio vio la imagen, le faltó el aire.
Era Elena. Elena, sonriendo, con los brazos alrededor de este niño.
“¿De dónde has sacado esto?”, su voz tembló de incredulidad.
El pequeño se encogió. “Ella me la dio”, murmuró.
Antonio notó su corazón latiendo con fuerza. “Eso es imposible”, soltó.
El niño alzó la cara, y sus ojos tristes se encontraron con los de Antonio. “No lo es. Mamá me la dio antes de irse”.
Antonio sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Elena nunca le había hablado de este niño. Nunca.
¿Quién era? ¿Y por qué dormía sobre su tumba como si ella fuera su madre? El silencio entre ellos se volvió espeso, como una niebla invernal.
Antonio apretó la foto, pero su mente se negaba a asimilar lo que sucedía. El niño lo miraba con miedo, como esperando ser echado. Sintió irritación brotar en su pecho, mezclada con inquietud.
Miró al pequeño —Nacho, como más tarde sabría—, frágil, indefenso, con esos ojos que parecían demasiado viejos para su edad. Temblaba de frío, los labios agrietados, como si llevara días sin probar algo caliente.
“¿Cuánto tiempo llevas aquí?”, preguntó, manteniendo la voz serena.
“No lo sé”, susurró Nacho, abrazándose a sí mismo.
“¿Dónde están tus padres?”, insistió Antonio, pero el niño solo bajó la mirada. La paciencia de Antonio se agotaba, pero en lugar de presionarlo, suspiró. No tenía sentido estar en medio de un cementerio interrogando a un niño. Debía actuar.
“Ven conmigo”, dijo con brusquedad.
Nacho abrió los ojos, sorprendido. “¿Adónde?”
“A un lugar cálido”, respondió, sin dar más explicaciones.
El pequeño dudó, los dedos aferrándose a la foto. “¿No me la quitarás?”, preguntó, señalando la imagen.
Antonio miró la foto de Elena y se la devolvió. Nacho la cogió con las dos manos, como si fuera su único salvavidas. Antonio se agachó y lo levantó con facilidad —pesaba tan poco que eso le preocupó aún más—. Sin mediar palabra, se dirigió hacia la salida del cementerio.
Esta vez, al abandonar la tumba de Elena, Antonio sintió algo distinto. No se marchaba solo de su memoria, sino también de la certeza de que no la había conocido del todo. Y eso le daba más miedo del que quería admitir.
El viejo Seat de Antonio rugía por las calles nevadas de Rascafría en completo silencio.
Nacho iba en el asiento trasero, pegado a la ventana, observando con ojos como platos las luces del pueblo, como si fuera la primera vez que las veía. Antonio, con las manos firmes en el volante, le lanzaba miradas furtivas por el retrovisor. Todo parecía un sueño: un niño extraño con una foto de su esposa, un orfanato del que no sabía nada, un misterio que destrozaba lo que creía saber sobre Elena.
Respiró hondo, intentando calmarse. Necesitaba respuestas.
“¿Cómo llegaste al cementerio?”, rompió el silencio.
Nacho tardó unos segundos en responder: “Caminando”.
Antonio lo miró con escepticismo. “¿Desde dónde?”
“El orfanato”, se encogió de hombros.
Antonio apretó el volante con más fuerza. “¿Y cómo sabías dónde estaba enterrada Elena?”
Nacho se abrazó las rodillas, como si intentara hacerse más pequeño. “La seguí una vez”, susurró.
Antonio sintió otro escalofrío. “¿Seguiste a Elena?”
El niño asintió lentamente. “Iba al orfanato. Traía caramelos, contaba cuentos. Yo quería ir con ella, pero decía que no podía llevarme”.
Algo se removió dentro de Antonio. Se imaginó a Elena en aquel lugar, sonriendo, repartiendo dulces. ¿Por qué no le había dicho nada?
“Un día, la vi salir muy triste”, continuó Nacho, la cabeza gacha. “La seguí para ver qué le pasaba. Vino aquí, al cementerio. Se quedó mucho rato, llorando, hablando con alguien. Cuando se fue, me acerqué y vi su nombre en la piedra”.
La piel de Antonio se erizó. Pero Elena llevaba muerta cinco años. ¿Cómo era posible? Apretó la mandAntonio miró a Nacho, y en ese instante supo que, aunque Elena ya no estaba, su amor seguía vivo en los ojos de este niño, y por primera vez en años, sintió que su corazón volvía a latir con esperanza.