El viento de febrero aullaba sobre el antiguo cementerio en las afueras de Rascafría, Madrid, persiguiendo hojas secas entre cruces inclinadas y lápidas modestas.
Alejandro Martín caminaba con paso firme, envuelto en un abrigo negro, las manos hundidas en los bolsillos. Su rostro permanecía sereno, casi distante, aunque por dentro sus pensamientos bullían sin control.
Como cada año, había venido para cumplir su ritual silencioso: visitar la tumba de su esposa, Elena. Cinco años habían pasado desde que ella se fue, y aunque el dolor visible se había desvanecido, Alejandro seguía roto por dentro. Aquel día no solo se había llevado al amor de su vida, sino también el calor de su hogar en el barrio de Salamanca, las tardes compartidas tomando café y el lazo invisible que lo mantenía a flote.
Se detuvo ante una lápida sencilla de granito gris. El nombre de Elena estaba grabado con letras claras, junto a las fechas de su vida, que ahora parecían tan lejanas. Alejandro la contempló en silencio, sintiendo el frío colarse bajo su ropa.
No era de los que exteriorizaban sus sentimientos. «Cinco años ya», murmuró, sin esperar respuesta. Era inútil, pero ahí, frente a su tumba, siempre sentía que Elena podía oír sus susurros, como si el viento arrastrase su aliento desde lo más profundo de la tierra.
Quizás por eso nunca había podido dejarla ir del todo. Cerró los ojos y respiró hondo, intentando protegerse del vacío que le atenazaba el pecho. De pronto, un leve ruido interrumpió sus pensamientos.
Alejandro frunció el ceño y giró la cabeza. Entonces lo vio.
Tumbado sobre la lápida de Elena, arropado con una manta raída, había un niño pequeño. No tendría más de seis años. Su cuerpo frágil tiritaba de frío, y entre sus manitas apretaba una foto descolorida.
Alejandro se quedó paralizado, incapaz de creer lo que veía. El niño dormía. Dormía justo encima de la lápida de su esposa.
«¿Pero qué demonios…?», masculló, acercándose con cautela, sus botas crujiendo sobre la gravilla helada. Al aproximarse, lo observó mejor: vestido con una chaqueta demasiado fina para el invierno, el pelo revuelto por el viento, la piel pálida por el frío.
«¡Eh, chico!», llamó con voz firme pero suave. El niño no se movió.
«¡Despierta!» Le tocó el hombro con delicadeza. El pequeño se estremeció, jadeó y abrió unos ojos grandes y oscuros. Al principio parpadeó con miedo, pero luego clavó la mirada en Alejandro.
Durante un instante, se miraron sin hablar. El niño apretó la foto con fuerza y miró rápidamente la lápida bajo él. Sus labios temblaron y susurró: «Mamá».
Alejandro sintió un escalofrío recorrerle la espalda. «¿Qué has dicho?», preguntó.
El niño tragó saliva y bajó la vista. Sus hombros delgados se encogieron. «Lo siento, mamá. No quería quedarme dormido aquí», añadió en voz baja.
El corazón de Alejandro se encogió. «¿Quién eres tú?», preguntó, pero el niño guardó silencio, solo apretó la foto contra su pecho, como si pudiera protegerlo.
Alejandro, con el ceño fruncido, intentó coger la foto. El niño se resistió, pero no tenía fuerza. Cuando Alejandro miró la imagen, el aire le faltó en los pulmones.
Era Elena. Elena sonriendo, con los brazos alrededor de aquel niño. «¿De dónde has sacado esto?», preguntó, con la voz temblorosa por la incredulidad.
El pequeño se encogió. «Ella me la dio», susurró.
Alejandro sintió que el corazón le latía con fuerza. «Eso es imposible», soltó sin pensar.
El niño levantó la cabeza y sus ojos tristes se encontraron con los de Alejandro. «No lo es. Mamá me la dio antes de irse».
Alejandro sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Elena nunca le había hablado de ese niño. Nunca.
¿Quién era? ¿Y por qué dormía sobre su tumba como si ella fuera realmente su madre? El silencio entre ellos se hizo pesado, como una niebla invernal. Alejandro sostenía la foto de Elena, pero su mente se negaba a asimilar lo que ocurría. El niño lo miraba con miedo, como esperando que lo echara.
Alejandro sintió que la irritación crecía en su pecho, mezclada con incomodidad. Observó de nuevo al niño—Nacho, como descubriría después—, pequeño e indefenso, con esos ojos que parecían demasiado viejos para su edad. Tiritaba, las mejillas enrojecidas por el frío, los labios agrietados, como si llevase días sin probar algo caliente. Alejandro apretó los dientes.
«¿Cuánto tiempo llevas aquí?», preguntó, manteniendo la voz calmada.
«No sé», susurró Nacho, abrazándose a sí mismo.
«¿Dónde están tus padres?», insistió, pero el niño solo bajó la mirada.
Alejandro perdió la paciencia, pero en lugar de presionarlo, suspiró hondo. No tenía sentido quedarse en medio de un cementerio interrogando a un crío. Debía actuar.
«Ven conmigo», dijo secamente.
Nacho abrió los ojos, sorprendido. «¿Adónde?»
«A un sitio caliente», respondió, sin entrar en detalles.
El niño vaciló, apretando la foto. «¿No me la vas a quitar?», preguntó, señalando la imagen.
Alejandro miró la foto de Elena y se la devolvió. Nacho la cogió con ambas manos, como si fuera su mayor tesoro. Alejandro se agachó y lo levantó sin esfuerzo—pesaba como una pluma, algo que lo preocupó aún más. Sin mediar palabra, se dirigió hacia la salida del cementerio.
Esta vez, al alejarse de la tumba de Elena, Alejandro sintió algo nuevo. No solo dejaba atrás su memoria, sino también la certeza de que no la había conocido por completo. Y eso le daba más miedo de lo que estaba dispuesto a admitir.
El viejo Renault de Alejandro rugió por las calles nevadas de Rascafría en completo silencio.
Nacho iba en el asiento trasero, pegado a la ventana, mirando embobado las luces del pueblo como si fuera la primera vez que las veía. Alejandro, con las manos firmes en el volante, le echaba miradas fugaces por el retrovisor. Todo parecía un sueño—un niño extraño con una foto de su esposa, un orfanato del que no sabía nada, un misterio que destrozaba lo que él creía saber de Elena.
Respiró hondo, intentando calmarse. Necesitaba respuestas.
«¿Cómo llegaste al cementerio?», preguntó, rompiendo el silencio.
Nacho tardó unos segundos en responder. «Andando».
Alejandro lo miró con escepticismo por el espejo. «¿Desde dónde?»
«Del albergue», se encogió de hombros.
Alejandro apretó el volante. «¿Y cómo sabías dónde estaba enterrada Elena?»
Nacho se abrazó las rodillas, como si quisiera hacerse más pequeño. «La seguí una vez», susurró.
Alejandro sintió otro escalofrío. «¿Seguiste a Elena?»
El niño asintió lentamente. «Iba al albergue. Traía caramelos, contaba cuentos. Quería irme con ella, pero decía que no podía llevarme».
Algo se removió dentro de Alejandro. Se imaginó a Elena en una sala del albergue, sonriendo a ese niño con una bolsa de golosinas. ¿Por qué no le había dicho nada?
«Un día la vi salir del albergue muy triste», continuó NachoAlejandro miró a Nacho, lo abrazó con fuerza y, por primera vez en años, sintió que el vacío en su pecho comenzaba a llenarse.