Isabel estaba junto a la ventana, observando cómo las gotas de lluvia se deslizaban por el cristal, dibujando caprichosos diseños. Diecisiete años—¿era mucho o poco? Recordaba cada día de su matrimonio, cada aniversario, cada regalo. Y ahora todo se desmoronaba.
“Tenemos que hablar”, dijo Alejandro.
“Me voy, Isabel. Con Lucía.”
Silencio. Solo el tictac del viejo reloj de pared, un regalo de su madre, rompía la calma de la habitación.
“¿Con esa estudiante de tu facultad?” Su voz sonó sorprendentemente serena.
“Sí. Entiéndelo, mis sentimientos han cambiado. Quiero emociones nuevas, algo distinto. Eres una mujer inteligente, deberías comprenderlo.”
Isabel sonrió.
“¿Estás seguro?”, preguntó.
“Claro”, respondió Alejandro. “Ya he preparado mis cosas.”
Entonces, ella se acercó al armario y sacó aquella botella especial que habían guardado para una ocasión.
“Bueno, supongo que este es un momento muy especial”, comenzó descorchando la botella. “¿Sabes qué? Propongo que hagamos una cena de despedida. Invitemos a tus amigos, a tu familia. Al fin y al cabo, diecisiete años no son ninguna tontería.”
Alejandro la miró sorprendido:
“¿Quieres… quieres hacer una fiesta por nuestro divorcio?”
“¿Por qué no?”, sonrió Isabel. “Terminemos nuestra vida juntos con estilo. Al fin y al cabo, soy una mujer inteligente, ¿recuerdas?”
Comenzó a enviar mensajes a familiares y amigos.
“Mañana a las siete de la tarde. Prepararé tus platos favoritos. Considera que es mi regalo de despedida.”
Alejandro se quedó allí, sin saber qué decir. Había esperado lágrimas, nervios, reproches—todo menos esta aceptación tranquila.
“Ah, y dile a Lucía que también está invitada. Quiero conocer a la chica que logró lo que yo no pude en todos estos años: despertar algo nuevo en ti.”
Al día siguiente, Isabel empezó temprano.
Llamó a los bancos con cuidado, se reunió con un abogado y preparó la documentación. Todo estaba listo.
Para la noche, su amplio piso olía a platos exquisitos. Isabel puso la mesa con la vajilla más fina—un regalo de boda de su suegra.
“Todo tiene que ser perfecto”, murmuró.
Su suegra, Carmen, la abrazó con incomodidad:
“Isabelita, ¿no hay manera de arreglarlo?”
“No, mamá. A veces hay que tomar la decisión correcta y soltar.”
Poco a poco, llegaron los amigos.
“Pasad, sentaos”, los dirigió hacia la cabecera de la mesa. “Esta noche, sois los protagonistas.”
Cuando todos estuvieron sentados, Isabel se levantó con una copa en la mano:
“Queridos amigos. Hoy es un día especial. Nos reunimos para celebrar el fin de una historia y el comienzo de otra.”
Se giró hacia Alejandro:
“Ale, quiero agradecerte por los diecisiete años que compartimos. Por todos los momentos, alegrías y penas. Me enseñaste muchas cosas. Por ejemplo, que el amor puede tomar muchas formas.”
Un murmullo incómodo recorrió la sala. Lucía jugueteaba con una servilleta, evitando las miradas.
“Y también me enseñaste a prestar atención a los detalles”, continuó Isabel. “Sobre todo, a los financieros.”
Comenzó a sacar documentos:
“Aquí está el préstamo de tu coche, contratado a nombre de los dos. Estos son los impuestos atrasados de tu empresa. Y esto—esto es especialmente interesante—son los recibos de restaurantes y joyerías del último año. Supongo que querías impresionar a Lucía.”
Alejandro palideció. Lucía levantó la cabeza bruscamente.
“Pero lo más importante”, añadió Isabel al sacar el último documento, “es nuestro acuerdo prenupcial. ¿Recuerdas que lo firmaste sin leer? Hay una cláusula sobre la repartición de bienes en caso de infidelidad.”
El silencio en la habitación se volvió ensordecedor.
“El piso está a mi nombre”, continuó. “Ya he congelado las cuentas. Y la demanda de divorcio se presentó anoche.”
Se giró hacia Lucía:
“Cariño, ¿estás segura de querer atar tu vida a un hombre sin casa, sin ahorros, pero con muchas deudas?”
“Disculpad, tengo que irme”, murmuró Lucía.
Carmen negó la cabeza:
“Alejandro, ¿cómo pudiste? No te criamos así.”
“Mamá, no lo entiendes…”, comenzó él, pero su padre lo interrumpió:
“No, hijo, tú no entiendes. Diecisiete años no son ninguna tontería. Y lo has echado todo a perder—¿por un lío con una estudiante?”
Los amigos permanecieron en silencio, evitando mirarse. Solo Miguel, el mejor amigo de Alejandro desde el colegio, murmuró:
“Ale, la has cagado.”
Isabel siguió de pie, con la copa en alto.
“¿Sabes qué es lo más curioso? Todos estos años creí que nuestro amor era único. Que éramos como esas parejas de cuento que permanecen juntas toda la vida. Ignoré tus noches en el trabajo, tus llamadas extrañas, tus corbatas y camisas nuevas.”
Bebió un sorbo.
“Y luego empecé a fijarme en los recibos. Joyerías, el restaurante ‘El Cisne’, el spa… Irónico, ¿no? La llevaste a los mismos sitios donde me llevaste a mí.”
Lucía regresó, pero no se sentó. Se quedó en la puerta, aferrada al bolso.
“Alejandro, necesito hablar contigo. A solas.”
“Claro, cariño”, se levantó, pero Isabel lo detuvo con un gesto.
“Espera. No he terminado. ¿Recuerdas nuestro primer piso? Ese estudio en las afueras. Éramos tan felices allí. Decías que solo nos teníamos el uno al otro.”
Sonrió.
“Y ahora mírate. Trajes caros, un coche de lujo, una amante joven… Pero todo se sostiene sobre mentiras y deudas.”
La voz de Lucía tembló: “Me dijiste que estabas divorciado. Que vivíais separados. Que íbais a comprar un piso.”
“Lucía, te lo explicaré.”
Un silencio pesado llenó la habitación. Sin decir nada más, Lucía giró sobre sus talones y salió corriendo.
“Isabel”, dijo Alejandro, llevándose las manos a la cabeza. “¿Por qué haces esto?”
“¿Por qué?”, rió. “¿Qué esperabas? ¿Que llorara y te rogara que te quedaras? ¿Que me arrastrara a tus pies?”
Miró alrededor.
“¿Sabes qué es lo más gracioso? Realmente lo amé. Cada arruga, cada cana. Hasta sus ronquidos me parecían entrañables. Estaba lista para envejecer a su lado, para criar nietos.”
“Hija”, susurró Carmen, “quizá no vale la pena.”
“No, mamá, sí vale”, alzó la voz por primera vez. “Que todos lo sepan. Que sepan cómo tu hijo pidió préstamos para comprar regalos a sus amantes. Cómo usó nuestro dinero. Cómo mintió a todos.”
Extendió otro documento:
“Y esto es lo mejor. ¿Recuerdas, Ale, hace tres meses me pediste que firmara unos papeles? Dijiste que era para Hacienda. Resulta que era una garantía para un préstamo. Hipotecaste mi coche, ¿te imaginas?”
“Hijo”, el padre de Alejandro se levantó con pesar, “nosotros también nos vamos. Llámame cuando… cuando recapacites.”
Carmen abrazó a Isabel:
“Perdónanos, hija. Nunca pensamos que él…”
“No os disculpéis, mamá. Vosotros no tenéis la culpa.”
Alejandro se quedó sentado.Alejandro miró alrededor, sintiendo el peso de su soledad, mientras la lluvia seguía golpeando la ventana como si también llorara por todo lo que había perdido.