En el bosque reinaba un silencio inquietante, solo roto por los gemidos débiles de un anciano. Varios hombres robustos, con rostros toscos y sonrisas burlonas, lo rodeaban. Sus cabellos grises estaban despeñados y el rostro manchado de barro; los bandidos lo habían derribado al suelo y ahora, dándole patadas con sus botas, exigían dinero.
—Vamos, abuelo, ¿dónde tienes tus ahorros? —gruñó uno con una cicatriz en la mejilla—. ¡Sabemos que tienes algo!
El viejo intentaba cubrirse la cabeza con las manos, pero los golpes no cesaban. Se divertían con su debilidad, como si fuera un juego.
Pero de pronto, una voz firme cortó el aire:
—¡Basta!
Todas las cabezas giraron al unísono. De entre la neblina surgió una mujer con uniforme militar. Tendría unos treinta y cinco años: alta, elegante, con mirada firme y paso decidido.
Por un instante, los bandidos se quedaron paralizados, pero luego sus sonrisas se tornaron voraces. La observaron con lujuria.
—Vaya, qué belleza —murmuró uno, recorriéndola con la mirada—. ¿Qué hace una chica así sola en el bosque?
—Mira sus piernas… —dijo otro con voz ronca, inhalando con avidez—. Y huele… mmm… deliciosa.
—Si andas sola, es que no tienes a nadie que te proteja —añadió un tercero—. Nosotros podemos cuidarte mejor que nadie.
—Seguro que tienes frío. Nosotros te calentamos. Somos expertos en ayudar a mujeres hermosas.
Intercambiaban frases repugnantes, riendo y guiñándose, como si la mujer fuera un trofeo inesperado. Pero ella no respondió. Con calma, se arrodilló junto al anciano y revisó su pulso y respiración.
—¿Qué, estás sorda? —Uno de ellos le agarró el brazo.
La mujer alzó la mirada. En sus ojos no había miedo ni pánico.
—Suéltenme esas manos sucias —dijo con voz serena.
—¿Ah, sí? —se rió el líder—. ¿Encima te atreves a hablar? ¡Chicos, es hora de enseñarle modales a esta preciosita descerebrada!
Dicho eso, la jaló hacia sí, intentando abrazarla. Pero en ese instante ocurrió algo que ninguno esperaba.
La mujer le torció el brazo, lo golpeó con la rodilla y luego con el puño en el rostro. Se escuchó un crujido, y el matón cayó al pasto, agarrándose la nariz, de la que brotaba sangre.
—¿Qué diablos…? —rugió otro, abalanzándose sobre ella.
Pero sus movimientos eran rápidos, precisos, como los de un depredador. Un giro ágil, y el atacante perdió el equilibrio, estrellándose contra el suelo. Otro golpe de codo, un salto, y el tercero cayó retorciéndose de dolor.
Uno tras otro, los bandidos fueron derribados, gritando y maldiciendo. Sus risas se convirtieron en alaridos de agonía.
El último que quedó en pie retrocedió, temblando:
—¿Quién… quién eres?
La mujer se ajustó la guerrera y respondió con frialdad:
—Capitana de las fuerzas especiales.
Silencio.
Minutos después, sus compañeros llegaron al lugar. Los maleantes fueron esposados y llevados a la comisaría. Al anciano lo ayudaron con cuidado, lo subieron a un coche y lo trasladaron al hospital.
Antes de partir, el viejo, aferrándose a su mano, susurró:
—Gracias… me salvaste la vida.
Ella asintió levemente, sin alterarse. Para ella no era una hazaña, solo parte de su deber.