¿Necesita una criada, señor? Haré lo que sea para alimentar a mi hermana. Pero su marca de nacimiento dejó al millonario sin palabras.6 min de lectura

—¿Señor, necesita una sirvienta? Puedo hacer cualquier cosa… mi hermana tiene hambre.

Su voz temblaba, pero sus ojos reflejaban una desesperación feroz. El bebé que llevaba a la espalda se movió dormido, sus labios entreabiertos como si soñara con comer.

El multimillonario Carlos Villalba se detuvo en seco, a mitad de camino hacia la puerta de su mansión. No era la primera vez que alguien se acercaba a sus rejas buscando trabajo, caridad o un favor. Pero había algo en esa chica que lo paralizó.

No era solo su vestido gastado o la tierra en sus mejillas. Era la marca.

Una pequeña mancha en forma de media luna en su cuello.

El pecho de Carlos se comprimió. El recuerdo lo golpeó con tal fuerza que casi perdió el aliento.

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó, su voz más cortante de lo que pretendía.

Ella tocó instintivamente el lugar. —¿Esto? Nací con él.

Sus palabras lo arrastraron veintiún años atrás, a una noche tormentosa, una joven madre aterrorizada y una bebé envuelta en una manta desgastada. Había visto esa misma marca antes.

Carlos se acercó, escudriñando su rostro. —¿Cómo te llamas?

—Elena —respondió con cautela—. Y esta es mi hermana, Lucía. —Ajustó el peso de la niña dormida y añadió—: Nuestros padres… ya no están. Aceptaré cualquier trabajo. Puedo limpiar, cocinar, lo que sea.

No respondió de inmediato. La parte lógica de su mente le advertía que fuera prudente, que preguntara más, que mantuviera distancia. Pero sus instintos gritaban que aquello no era coincidencia.

—Pasa dentro —dijo al fin.

Elena vaciló, mirando la enorme mansión tras él. —Señor, yo… no quiero causar problemas.

—No los causas —respondió Carlos, guiándola ya hacia la entrada.

Dentro, el calor y la luz parecían abrumarla. Se aferró a las tiras del portabebés donde dormía Lucía, sus ojos saltando de los candelabros de cristal al mármol pulido, a los cuadros con marcos dorados.

Una criada trajo té, pero Elena no tocó el suyo. Mantenía la mirada baja.

Carlos la observó en silencio antes de hablar de nuevo. —Elena… háblame de tus padres.

Su voz se suavizó. —Murieron en un accidente de coche cuando tenía doce años. Después, solo quedé yo y mi madrastra. Ella no… fue amable. A los dieciséis, me fui. Lucía nació el año pasado; es mi media hermana. Su padre no está en nuestra vida. Hemos ido de un sitio a otro buscando trabajo.

Su historia encajaba con piezas de un rompecabezas que Carlos había guardado durante décadas. Uno que comenzó con su propia hermana, Margarita.

Margarita había desaparecido a los diecinueve años, huyendo de una relación rota y las expectativas opresivas de su familia adinerada. Años después, llegaron rumores de que había tenido un hijo, pero todas las búsquedas fueron en vano.

Hasta ahora.

—Elena… —Su voz tembló—. ¿Sabes cómo se llamaba tu madre?

Ella asintió. —Margarita.

Carlos sintió que el suelo se inclinaba. Era ella. Esta chica—flaca, cansada, decidida—era su sobrina.

Quiso decírselo en ese instante. Abrazarla y prometerle que nunca más pasaría hambre. Pero algo en sus ojos cautelosos le dijo que no confiaría en una generosidad repentina. Había sobrevivido demasiado tiempo sola.

Así que eligió otro camino.

—Puedes trabajar aquí —dijo—. Con alojamiento, comida y un sueldo. Y… Lucía también estará cuidada.

Su alivio fue instantáneo, pero lo disimuló con un simple asentimiento. —Gracias, señor.

Esa noche, Carlos se quedó en el umbral del cuarto de invitadas, viendo cómo Elena arropaba a Lucía en una cuna que el personal había preparado a toda prisa. La niña se removió, y Elena le acarició la espalda, tarareando una nana.

La imagen lo destrozó. No por pena, sino porque veía a Margarita en cada gesto, en cada mirada.

Se prometió descubrir toda la verdad sobre lo que le había pasado a su hermana. Y, cuando llegara el momento, le diría a Elena quién era realmente.

Pero el destino tenía sus propios planes.

Todo comenzó con una llamada.

Dos semanas después, mientras barría el gran pasillo, el teléfono privado de Carlos sonó. El mayordomo no estaba, así que Elena, vacilante pero obediente, respondió.

—¿Elena? —susurró una voz femenina, temblorosa y urgente.

—Sí… ¿quién es?

La voz se quebró. —Dile a Carlos… que Margarita está viva.

Elena se quedó helada. —¿Qué? ¿Quién…?

La línea se cortó.

Su pulso retumbaba en sus oídos. El nombre solo le sonaba como un recuerdo lejano, una palabra que su madre había susurrado una vez como un secreto. Guardó el momento, sin saber qué hacer, y volvió a trabajar.

Pero Carlos notó su distracción esa noche.

—Elena, algo te inquieta —dijo durante la cena—. Dímelo.

Ella vaciló, pero repitió el mensaje palabra por palabra. El tenedor se le escapó de la mano a Carlos, golpeando el plato con un tintineo.

—¿Cómo sonaba su voz? —exigió.

—Como… como si hubiera llorado. Y sabía mi nombre.

Carlos se levantó bruscamente y salió. Poco después, Elena oyó su voz grave desde el estudio, seguida del sonido de un cristal rompiéndose.

Esa noche soñó con una silueta femenina bajo la lluvia, con los brazos extendidos, llamando su nombre.

Al día siguiente, Carlos cambió. Preguntó más sobre su infancia, sobre los hábitos de su madre, sobre nanas que tal vez le hubiera cantado. Elena respondió con cautela, sin entender por qué parecía casi… asustado.

Finalmente, una tarde lluviosa, la llamó a la biblioteca.

—Te debo la verdad —dijo, con las manos entrelazadas—. La mujer de esa llamada, Margarita, es mi hermana. Y… es tu madre.

Las palabras la golpearon en el pecho. —Es imposible. Mi madre murió.

La voz de Carlos se quebró. —Eso creía yo también. Durante veintiún años. Pero ella huyó de esta vida, de mí, de nuestra familia, porque estaba embarazada. De ti.

Elena negó, retrocediendo. —No. Mi madre era pobre. Trabajaba en una panadería.

—Estaba huyendo —interrumpió él suavemente—. Renunció a todo para criarte lejos de este mundo. Te busqué, Elena. A las dos. Pero siempre llegué tarde.

Las rodillas de Elena cedieron. Se dejó caer en un sillón de cuero, su mente girando.

—Si es verdad —susurró—, ¿por qué contratarme como sirvienta? ¿Por qué no decírmelo?

—Porque no me habrías creído —respondió—. Llevas años sobreviviendo sola. Necesitaba tiempo… para que vieras que no estaba aquí para quitarte nada. Solo quería devolverte lo que nos arrebataron.

Sus pensamientos volvieron a Lucía. —¿Y mi hermana?

La mirada de Carlos se suavizó. —También es de la familia. Nunca le faltará nada.

El silencio se extendió entre ellos.

Tres noches después, el timbre de la entrada sonó. Carlos había estado esperando noticias de un investigador privado para rastrear la llamada.

Cuando el mayordomo abrióLa mujer que entró, con el cabello canoso y los ojos llenos de lágrimas pero brillando con esperanza, extendió los brazos hacia Elena, y esta vez, sin dudar, corrió hacia ellos, sellando un abrazo que borraba años de distancia, dolor y secretos, mientras la lluvia seguía cayendo suavemente contra los ventanales, como si el mundo entero respirara aliviado.

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