Un soldado regresa tras años… y descubre el abandono y la traición en su hogar5 min de lectura

Tras 730 agotadores días en el frente, Álvaro Mendoza regresó a casa con el corazón lleno de esperanza y anhelo. Soñaba con reencontrarse con su adorada hija, Lucía, y abrazar a su esposa, Elena. Pero al empujar la oxidada verja azul de lo que fue su hogar, la realidad que le recibió fue una pesadilla que jamás podría haber imaginado.

El jardín, antes rebosante de risas y vida, estaba invadido por maleza, y su pequeña se encogía en un rincón, abandonada como un trasto inservible. Elena, vestida con un reluciente vestido de novia, cogida de la mano de otro hombre, irradiaba una alegría que debería haber pertenecido a su familia. La imagen destrozó el corazón de Álvaro en mil pedazos, cada uno resonando con el dolor de la traición.

Al avanzar, el grupo de invitados enmudeció, sus ojos desorbitados por la incredulidad. Las manos de Álvaro, aún marcadas por las cicatrices de la guerra, se cerraron en puños mientras intentaba asimilar la escena. La casa, que fuera su refugio, ahora le asfixiaba con recuerdos imposibles de eludir.

Cada paso hacia el porche le traía el eco de las risas que antaño llenaban aquellas paredes, de los cuentos antes de dormir, del calor de su familia. Pero ahora las ventanas permanecían selladas, las cortinas corridas como un muro entre el pasado y la gélida realidad. Golpeó la puerta, pero nadie respondió. El silencio era ensordecedor, un cruel recordatorio de todo lo que había sacrificado.

Se volvió hacia la vecina, una joven llamada Nuria, que alquilaba la casa de al lado. Sus ojos se llenaron de sorpresa y lástima al reconocerlo. «¿Álvaro? ¿Eres tú?», preguntó, titubeando. «¿Dónde está Elena?», exigió él, con voz ronca y grave. La expresión de Nuria cambió, mordisqueando el labio como si temiera revelar la verdad. «Se marchó… hace año y medio», admitió finalmente. «Dejó a Lucía con su hermana, dijo que volvería, pero nunca la vimos otra vez».

El corazón de Álvaro se hundió. ¿Cómo pudo Elena abandonar a su hija? Su mente se inundó de preguntas, cada una más dolorosa que la anterior. «¿Por qué se fue?», susurró, casi sin voz. Nuria negó con la cabeza, inquieta. «No sé. Unos decían que estaba deprimida, otros que metida en problemas. Pero no hablaba con nadie».

El viento frío barría el jardín, arrastrando el olor salado del mar cercano. Álvaro sintió el peso de la desesperación, pero no podía rendirse. Debía encontrar a Lucía. Ella lo necesitaba más que nunca.

Con la ayuda de Nuria, descubrió que la hermana de Elena, Carmen, vivía cerca. Se dirigió al viejo bloque de pisos con el corazón acelerado entre la esperanza y el temor. Al llamar a la puerta, la oscuridad del interior era palpable. Empujó y entró en un mundo que le resultaba extraño y deshecho.

Dentro, el caos reinaba: envoltorios de snacks por el suelo, latas de cerveza vacías sobre la mesa y una televisión encendida sin imagen. Al escrutar la habitación, el dolor le atenazó al imaginarse a Lucía viviendo así. Y entonces la vio: acurrucada bajo la mesa del comedor, abrazando un osito de peluche raído, con la mirada perdida.

«Lucía», llamó suavemente, arrodillándose. Ella no reaccionó al principio, solo le miró con una mezcla de confusión y añoranza. «¿Papi?», susurró, casi inaudible. «¿Has vuelto por mí?».

«Sí, mi vida, estoy aquí», respondió, con la garganta apretada por la emoción. Abrió los brazos, y ella se refugió en ellos, aferrándose como si fuera su salvación. En ese instante, todo lo demás desapareció: el caos, la traición, el dolor. Solo quedaban él y su niña, reencontrados tras dos largos años.

Pero al estrecharla, la cruda realidad se impuso. El piso era sombrío y hostil, muy distinto al calor del hogar que añoraba. «¿Has comido?», preguntó con dulzura, y ella negó. Sin dudarlo, la alzó en brazos, notando su cuerpo más frágil de lo que recordaba.

La cocina estaba vacía, solo un paquete de cereales volcado en el suelo. El corazón de Álvaro se quebró. Hervía agua rápidamente y preparó unos fideos instantáneos, haciendo lo posible en aquel desastre. Al poner el plato frente a Lucía, la animó a comer. Ella tomó un bocado, aún con mirada insegura.

De pronto, la puerta se abrió de golpe. Una mujer desaliñada entró tambaleándose con una bolsa de licor. «¿Qué coño pasa aquí?», espetó, con voz áspera. Álvaro se levantó, alerta. «Soy el padre de Lucía», dijo con firmeza.

La mujer, Carmen, se quedó paralizada. «¿Álvaro? Pensé que habías muerto o algo», soltó con una risa seca. «Elena dejó aquí a la niña y desapareció. Yo tengo mi propia vida, ¿sabes?». La ira brotó en Álvaro al enfrentarse a la negligencia que sufría Lucía.

«No puedes abandonarla así y actuar como si nada», dijo con calma. Carmen se encogió de hombros, indiferente. «Llévatela. Me da igual. Solo no me metas en líos legales».

Álvaro no necesitó que se lo dijera dos veces. Tomó a Lucía en brazos y salió del piso, decidido a darle la vida que merecía. Mientras conducían, ella se acurrucó contra él, aferrándose a su cuello. «Papi, ¿vamos a casa?», preguntó con esperanza infantil.

«Sí, cariño. Vamos a casa», respondió, con el corazón henchido de amor y tristeza. Pero al recorrer las calles, la inquietud no le abandonaba. Necesitaban un lugar seguro donde recomponerse.

Recordó a viejos amigos, pero todos habían seguido adelante. Cuando ya se sentía perdido, un nombre vino a su mente: Javier Rojas, un expolicía y compañero de confianza. Marcó su número y, aliviado, Javier respondió al momento.

«Necesito un sitio donde quedarnos esta noche. ¿Me ayudas?», preguntó Álvaro. «Claro. Tercera planta, la puerta está abierta», contestó Javier, con voz ronca de sueño.

Álvaro condujo hasta el vetusto edificio, donde el olor a humedad y años envolvía el aire. Cargando a Lucía, recorrió el pasilloLlegaron al apartamento de Javier, donde Lucía, agotada pero segura en los brazos de su padre, cerró los ojos por primera vez en mucho tiempo sintiendo que, al fin, había vuelto a casa.

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