Una niña llama a la policía porque sus padres no despertaban, y lo que encontraron los dejó sin palabras4 min de lectura

Era medianoche en la ciudad de Vallejimeno. Dentro de la comisaría iluminada por luces tenues, el sargento Marcos Herrera estaba solo tras el mostrador, luchando por mantenerse despierto. La luz fluorescente sobre su cabeza zumbaba con un sonido apenas perceptible, y el único ruido en la sala era el murmullo de un ordenador antiguo. Miró el reloj de pared. Las agujas marcaban casi las tres en punto. Era siempre la hora más difícil, cuando el silencio parecía pesar más, como si el mundo entero hubiera dejado de respirar.

Marcos se frotó los ojos y suspiró. Ni una sola llamada había entrado desde que empezó su turno. Se reclinó en la silla, preguntándose si servirse otra taza de café frío. Fue entonces cuando sonó el teléfono, su timbre afilado cortando la quietud como un cuchillo.

Cogió el auricular sin pensarlo. “Policía Local de Vallejimeno, al habla el sargento Herrera. ¿En qué puedo ayudarle?”

Durante un momento, solo escuchó el crepitar de la línea. Luego, una voz frágil, temblorosa y vacilante: “¿Hola?”

Marcos frunció el ceño. Era la voz de una niña, no mayor de seis o siete años. Su tono se suavizó de inmediato. “Hola, cariño. ¿Por qué llamas a la policía a estas horas? ¿Dónde están tus padres?”

Hubo una pausa antes de que la niña susurrara: “Están en el dormitorio.”

“¿Puedes poner a tu mamá o tu papá al teléfono?” preguntó con suavidad.

Siguió un largo silencio. Después, la niña habló de nuevo, aún más bajito: “No puedo.”

Marcos se incorporó en la silla, una inquietud creciendo en su pecho. “Dime qué ha pasado. Solo nos llamas si algo importante ocurre.”

“Es importante,” dijo la niña, y él notó que intentaba no llorar. “Fui a despertarlos, pero no se mueven. No me contestan.”

La somnolencia que nublaba la mente de Marcos se desvaneció en un instante. Sus instintos le advertían de que aquella no era una llamada cualquiera.

Mantuvo la calma por ella. “Quizá están durmiendo muy profundamente. Es muy tarde, ¿sabes?”

“No,” susurró la niña. “Los he sacudido. Siempre se despiertan cuando entro. Pero esta vez no.”

Marcos tapó el micrófono con la mano y le hizo señas al agente Ramírez, que dormitaba en un rincón, para que preparara el coche patrulla. Luego volvió al teléfono. “¿Hay algún otro adulto contigo? ¿Abuelos, una niñera?”

“No. Solo estamos ellos y yo,” respondió.

“Muy bien. Necesito que me digas tu dirección para ir a comprobarlo.”

La niña se la dio despacio, tropezando con los números. Marcos la anotó rápido, reconociendo el barrio: una hilera de casas antiguas en las afueras. Contuvo el tono de urgencia. “Has hecho bien en llamar. Ahora escucha con atención. Quédate en tu habitación hasta que lleguemos. No salgas. ¿Puedes hacerlo?”

“Sí,” murmuró.

Diez minutos después, el coche patrulla se detuvo frente a una casa modesta de dos plantas, con la pintura blanca descascarillada. Una luz débil iluminaba la entrada. Para sorpresa de Marcos, la puerta se abrió antes de que llamaran. Una niña en camisón los miraba, sus ojos abiertos por el miedo.

“Están arriba,” dijo simplemente, señalando al pasillo.

Marcos y Ramírez intercambiaron una mirada y la siguieron. Al entrar en el dormitorio principal, un escalofrío recorrió la habitación. Un hombre y una mujer yacían juntos en la cama. Sus rostros estaban pálidos, inmóviles. Sin señales de lucha, sin heridas visibles, solo una quietud inquietante.

“Dios mío,” murmuró Ramírez.

Marcos llamó de inmediato a una ambulancia y a la unidad de investigación. La escena era sobrecogedora, pero no parecía un crimen. Algo más estaba mal.

Cuando llegó el equipo de emergencias, descubrieron la causa rápidamente. Una fuga de gas del viejo sistema de calefacción había llenado la casa en silencio durante la noche. Los padres nunca despertaron, asfixiándose en su sueño.

La supervivencia de la niña fue extraordinaria. Su habitación, en la segunda planta, estaba levemente apartada de la concentración de gas. Además, tenía la costumbre de dejar la ventana entreabierta. Ese pequeño respiro de aire fresco le había salvado la vida, aunque los médicos confirmaron que había inhalado suficiente gas como para enfermar gravemente. La llevaron al hospital, pero se recuperó en horas.

Marcos revivió la llamada una y otra vez en los días siguientes. Si la hubiera tomado por una broma, o si hubiera pensado que era solo el miedo de una niña, quizá ella no habría vivido para ver el amanecer. Su decisión de escuchar, de tratar sus palabras con seriedad, le había dado una oportunidad.

En los momentos de silencio tras cerrar el caso, Marcos recordaba el sonido de su voz al teléfono. Frágil, temerosa, pero lo suficientemente valiente para pedir ayuda en la oscuridad. Y porque lo hizo, y porque alguien respondió, la esperanza permaneció donde la tragedia casi lo arrebató todo.

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