Era mi rutina habitual: correr por el sendero del parque con los auriculares puestos, dejando que mis pensamientos vagaran. En ese momento, lo vi—un anciano con una larga barba blanca, arrastrando un pequeño carrito detrás de él. Dentro había un perro—de pelo grisáceo, inmóvil, que apenas se movía. Otro perro más joven caminaba a su lado.
Al principio, esbozé una sonrisa, sintiendo cierta conexión. Pero luego me detuve.
El perro mayor ni siquiera levantó la cabeza. Permaneció tumbado sobre un cojín, como si llevara días sin levantarse. Y, sin saber por qué, las palabras se me escaparon: «¿Por qué no lo deja ir? Quiero decir… ¿no está sufriendo?».
Él alzó la vista lentamente. Sus ojos mostraban cansancio, pero también calma. «No sufre», dijo. «Solo es viejo. Como yo».
No supe qué responder.
Miró al perro y acarició su lomo con suavidad. «Él me salvó la vida», murmuró, con una voz sorprendentemente dulce. «En una época en la que no quería ver otro amanecer, no me dejaba quedarme en la cama. Me obligaba a caminar. Me hacía comer. Me devolvió la risa».
Luego me miró—con atención real. «Ahora él no puede caminar, así que camino por los dos. Es nuestro pacto».
Me quedé quieto. Sentí calor en el rostro sin entender por qué.
Chasqueó la lengua y el perro joven reanudó la marcha. Las ruedas del carrito chirriaron, lentas y constantes, mientras se alejaban por el sendero.
No he dejado de pensar en ese encuentro desde entonces. ¿Cuánto tiempo podrá seguir así?
Los días siguientes evité el camino. No a propósito, pero algo en verlo me perturbaba. Quizás era culpa. O vergüenza. O simplemente… el recuerdo de que el amor adopta otra forma cuando no es fácil.
Sin embargo, una mañana brumosa, volví al sendero.
Miré a mi alrededor, esperando medio no encontrarlos. Pero allí estaba él de nuevo, avanzando con su lentitud característica, tirando del carrito. Esta vez, sin embargo, no estaba solo.
Una chica joven caminaba a su lado, llevando un termo, hablando mientras el hombre asentía. El perro joven corría hacia adelante y volvía sin cesar, como mostrando su energía.
Vacilé, pero al final me acerqué y saludé. Él me reconoció al instante y asintió. «No esperaba verte de nuevo», dijo.
«Yo tampoco», admití. «He estado pensando en tus palabras».
La chica sonrió y se presentó como Ana—su nieta. «El abuelo viene aquí todas las mañanas», explicó. «Hasta cuando llueve. Yo empecé a acompañarle el mes pasado, cuando me mudé».
El anciano rio entre dientes. «Ahora no me olvido del té, gracias a ella».
Miré al perro en el carrito. Parecía… tranquilo. Como si no hubiera dolor. Solo descanso.
«Se llama Polvo», dijo Ana, leyendo mi mente. «Tiene veinte años. El abuelo lo tuvo desde que era un cachorro».
Veinte. Parpadeé. Casi tres vidas de perro juntas.
«Fue idea de mi difunta esposa», añadió el hombre. «Dijo que necesitaba una razón para salir después de jubilarme. Resultó que tenía razón».
Bajó la mirada hacia Polvo y sonrió.
«Me quedé sin rumbo cuando ella se fue. No comía. No dormía. Polvo me ladraba si me quedaba en la cama. Me empujaba hacia la correa. No paraba hasta que salía a pasear. Creo que lo entendía».
Escuché en silencio. El pecho se me oprimió, igual que la primera vez.
«¿Y ahora?», pregunté en voz baja.
«Ahora le devuelvo lo que me dio», respondió con sencillez. «Me regaló años que habría desperdiciado. Ahora le doy los míos. ¿No es justo?».
Asentí. Era más que justo. Era hermoso.
Desde entonces, retomé mis carreras por el sendero, pero ahora buscaba su presencia. Algunos días saludaba desde lejos. Otros aminoraba el paso y caminaba un rato con ellos.
Una mañana, Ana me ofreció un café. «Pensé que tal vez querrías acompañarnos hoy», dijo con una sonrisa.
Lo acepté, sorprendido por lo natural que me resultó decir que sí.
Hablamos poco ese día. Solo caminamos. El perro joven persiguió ardillas, Polvo durmió en su carrito, y el hombre tarareó una vieja canción.
Se convirtió en una especie de tradición. Todos los martes, caminaba con ellos en lugar de correr. No era ejercicio físico, pero era algo más importante.
Un día, noté que Polvo no abría los ojos. Su respiración era superficial, su pecho se elevaba como un susurro. Miré al hombre, preocupado.
«Está bien», dijo con suavidad. «Hay días buenos y días de sueño».
Ana no habló mucho esa mañana, ni yo tampoco. Pero al despedirnos, dejó un beso prolongado en la cabeza de Polvo.
El martes siguiente, no estaban.
Me convencí de que habrían tomado otro camino. Pero cuando tampoco aparecieron el jueves, sentí un nudo en el pecho.
El sábado, vi a Ana sentada sola en un banco. El perro joven estaba a su lado, la cola golpeando perezosamente. El carrito estaba vacío.
Me acerqué despacio, preparándome.
«Se fue hace dos noches», dijo en voz baja, los ojos rojos pero secos. «Dormido. El abuelo estuvo con él hasta el final».
Me senté, sin saber qué decir.
«Estaba listo», añadió. «Creo que esperó su señal. Simplemente… se acostaron juntos en el suelo, sin dolor. El abuelo le dijo que ya podía descansar».
Miré el sendero, con el corazón pesado.
«¿Y él está bien?», pregunté tras un silencio.
Ana asintió. «Triste, sí. Pero en paz. Dijo que había cumplido su promesa».
PermanePasaron meses, y aunque el carrito ya no volvió, el anciano y su nieta siguieron caminando por el sendero, recordando a Polvo con sonrisas y silencios que hablaban más que las palabras.