Un viaje que ningún pequeño emprende solo4 min de lectura

El aire frío de aquella mañana otoñal tenía un matiz distinto. En Sevilla, el viento solía traer aromas de naranjos y café recién hecho, pero ese día olía a ausencia. Javier Morales, director de la funeraria Descanso Eterno, llevaba horas sentado en la capilla diminuta. Delante de él, un ataúd blanco permanecía quieto, como detenido en el tiempo. Dentro yacía el cuerpo de Daniel Hidalgo, un niño de apenas nueve años que había perdido la batalla contra la leucemia.

Javier había presenciado incontables despedidas: funerales lujosos, humildes, caóticos e incluso grotescos. Pero nunca uno donde nadie acudiera. El pequeño había sido criado por su abuela, la única que lo visitaba en el hospital. Y el destino, cruel como pocas veces, le había arrebatado también a ella: un derrame cerebral la dejó inconsciente justo la víspera del entierro.

Los servicios sociales firmaron los documentos. La familia de acogida que lo tuvo unos meses se desentendió. La parroquia rechazó oficiar el funeral porque “no podían vincularse con el hijo de un delincuente”. Y la funeraria, a pesar de su obligación, estaba a punto de enterrar a Daniel en una fosa común, con solo un código por lápida.

Javier, con los ojos húmedos, marcó un número. Solo un nombre venía a su mente: Rafa “El Cojo”, líder de los Halcones del Sur, un club motero de la ciudad. Habían coincidido años atrás, cuando su hermano falleció. Los moteros escoltaron aquel cortejo por puro respeto. Ahora, Javier sabía que Rafa entendería mejor que nadie la injusticia de aquel momento.

—Necesito tu ayuda —dijo con voz quebrada.
—Dime, Javier —respondió Rafa, dejando su taza de café sobre la mesa.
—Hay un niño aquí… Nadie vendrá a su funeral.

Rafa apretó los puños.
—¿Huérfano?
—Peor —susurró Javier—. Hijo de Luis Hidalgo.

El nombre lo decía todo. Luis Hidalgo, condenado a cadena perpetua por un crimen que conmocionó al país. Su rostro había llenado portadas y ahora su hijo iba a ser enterrado como un desconocido.

—Dos horas, Javier. Espérame —Rafa colgó y se dirigió al local del club, donde decenas de hombres charlaban entre cervezas y herramientas. Subió a una silla y alzó la voz:

—Hermanos, hay un niño que se va hoy sin un solo adiós. Porque su padre está entre rejas y el mundo lo juzga por ello. Yo iré. No pido que nadie me siga… pero si creéis que ningún niño merece irse solo, acompañadme a Descanso Eterno.

El silencio fue espeso. El primero en levantarse fue El Abuelo:
—Mi sobrino tiene su edad. Voy contigo.

Nacho, con cicatrices que contaban historias, asintió:
—Llamemos a los demás clubs. Esto no es cuestión de colores ni rivalidades.

Las llamadas se multiplicaron. Lobos del Sur, Titanes del Camino, Ángeles del Asfalto. Incluso grupos con décadas de rencillas. Todos respondieron lo mismo: “Allí estaremos”.

El corazón de Javier se aceleró cuando el rugido de motores inundó la calle. Más de doscientas máquinas llenaron el aparcamiento y las vías aledañas. Hombres y mujeres con chalecos de cuero y miradas duras bajaban de sus motos en silencio.

Al abrirse la puerta de la capilla, el aire se cortó. El pequeño ataúd blanco parecía aún más frágil bajo la luz tenue. Solo un ramo de claveles baratos lo acompañaba.

—¿Solo esto? —gruñó El Chino, un gigante con manos callosas.
—Son del hospital —reconoció Javier.
—Pues hoy tendrá más —dijo una voz femenina.

Uno a uno, fueron dejando sus ofrendas: un balón de fútbol, un muñeco de héroe, dibujos infantiles. Hasta una chamarra pequeña con el parche de “Halcón Honorario”. Pero fue Manolo, de los Titanes, quien partió el alma de todos al colocar una foto desgastada junto al ataúd.

—Este era Pablo. Se fue a la misma edad. Ahora cuidará de Daniel allá arriba.

Las lágrimas rodaron libremente. Nadie conocía al niño, pero en ese momento, todos lo sentían suyo.

El teléfono de Javier vibró. La prisión. Luis Hidalgo, enterado de la muerte de su hijo, preguntaba si alguien había ido al funeral. Rafa tomó el teléfono y lo puso en altavoz:

—Aquí hay más de doscientas personas, Luis. Tu niño no está solo.

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