Me casé a los 25 años, convencida de que el matrimonio era el final feliz que toda mujer anhelaba. Pero en tres años, comprendí que había sido la peor decisión de mi vida.
Aquel día, la fiebre me consumía; el termómetro marcaba más de 40°C. Temblaba, la cabeza me daba vueltas, cada miembro pesaba como plomo. Solo quería quedarme quieta y descansar. Sin embargo, cuando llegó la tarde y mi marido, Rodrigo, entró del trabajo, sus primeras palabras fueron un gruñido:
«¿Por qué no hay arroz? ¿Por qué no has cocinado?». Intenté incorporarme, murmurando con voz débil:
«Tengo… tengo fiebre. Hoy no puedo. Solo por esta noche, mañana lo compensaré».
Pero sus ojos ardieron de furia. «¿De qué sirve una mujer que ni siquiera puede hacer una olla de arroz?», gritó antes de que su mano golpeara mi mejilla con la fuerza de un trueno.
Me ardía la cara, las lágrimas caían sin control. No sabía si era por el dolor o la humillación. Intenté protestar: «Rodrigo… estoy muy enferma…», pero no le importó. Entró en el dormitorio, cerró la puerta de golpe y me dejó temblando en el sofá.
Esa noche, delirando por la fiebre, comprendí la verdad: el hombre al que llamaba marido nunca me había querido. Nunca me vio como una compañera, sino como una sirvienta.
Por la mañana, supe que no podía seguir. Con manos temblorosas pero un corazón extrañamente sereno, rellené los papeles del divorcio y firmé. Al salir al salón, dije con frialdad:
«Rodrigo, quiero el divorcio. No viviré así más tiempo».
Antes de que pudiera responder, mi suegra, Doña Carmen, salió de la cocina con voz atronadora:
«¿Divorcio? ¿A quién quieres asustar? Esta casa no es un lugar del que se sale así como así».
Señalándome con el dedo, chilló aún más fuerte:
«Si te vas, acabarás pidiendo limosna en la calle. ¡Nadie querrá a una mujer inútil como tú!».
Fue otro golpe, pero esta vez no me dolió. Me erguí, la miré a los ojos y respondí con calma:
«Pedir limosna en la calle sería mejor que vivir en esta casa sin dignidad. Al menos los mendigos son libres. Prefiero mendigar que ser la sombra de tu familia».
El silencio cayó sobre la habitación. Incluso Rodrigo, que salió airado para gritar, se quedó paralizado bajo mi mirada. Por primera vez, no sentí miedo.
Con una maleta pequeña, lo dejé todo atrás. Los vecinos murmuraban mientras me alejaba: «Pobrecita, pero es valiente».
La vida después no fue fácil. Alquilé una habitación diminuta, volví a trabajar y poco a poco me curé. Pero cada mañana al despertar, sentía alivio. No más bofetadas inesperadas, no más noches de miedo.
Un mes después, recuperé fuerzas y ánimo. El trabajo fluyó mejor, mis amigos me animaron, mis compañeros me apoyaron. Comprendí que la felicidad no está en una casa grande, sino en la paz y el respeto.
Mientras tanto, Rodrigo y Doña Carmen sufrieron su propia decadencia. Se corrió la voz de la crueldad de Rodrigo, y su negocio perdió clientes. La gente los evitaba, harta de la arrogancia de Doña Carmen.
Con los meses, me volví más fuerte, más libre. A menudo vuelvo a esa noche febril: fue el punto de inflexión que me salvó.
Una vez, alguien me preguntó si me arrepentía del divorcio. Me reí.
«¿Arrepentirme? No. Mi único arrepentimiento es no haberme ido antes. Si no hubiera firmado aquellos papeles aquel día, seguiría siendo una sombra. Ahora soy libre, y la libertad es el mayor regalo de todos».





