Un millonario contrata a una mendiga para tener un hijo, pero el bebé lo deja sin palabras5 min de lectura

Las luces de neón del centro de Madrid parpadeaban bajo el cielo nocturno, donde los rascacielos de cristal se alzaban como monumentos a la ambición. En uno de esos edificios, sentado frente al ventanal, estaba Enrique López, un hombre de cuarenta y dos años que lo tenía todo—dinero, poder, influencia. Pero al contemplar la ciudad que nunca dormía, Enrique comprendió que le faltaba algo: un heredero. Un legado de sangre y apellido que ni sus millones podían comprar.

Había intentado el matrimonio—dos veces. Ambos fracasaron bajo el peso de las expectativas y las traiciones. Enrique decidió que el amor no era más que un espejismo frágil, un juego que siempre terminaba en pérdida. Pero un hijo… eso era distinto. Un hijo era inversión, continuidad. Y a diferencia del amor, esto podía controlarse, planearse, ejecutarse como cualquier otro negocio.

A la mañana siguiente, Enrique se acomodó en su deportivo, los asientos de cuero crujiendo bajo su peso, y recorrió las bulliciosas calles de Madrid. Su mente no estaba en los plátanos de sombra que flanqueaban las avenidas ni en los anuncios de marcas de lujo. Pensaba en cómo encontrar a alguien dispuesta a llevar su hijo. Alguien sin ataduras emocionales, sin complicaciones. Solo un contrato.

Detenido en un semáforo cerca de la Gran Vía, algo llamó su atención. En la esquina, una joven estaba sentada en el suelo, dibujando en un trozo de papel arrugado. Tenía el pelo castaño revuelto y los ojos azules que brillaban a pesar del cansancio. Los transeúntes pasaban de largo, pero Enrique la vio. Contra su instinto, se demoró. *¿Quién dibuja en la acera como si el mundo no existiera?*, pensó con amargura. Cuando el semáforo cambió, siguió adelante, pero la imagen de ella inclinada sobre su dibujo no se borraba de su mente. Con un gruñido de frustración, giró el volante y regresó.

Ella seguía allí, ahora apoyando el papel contra la pared. Enrique detuvo el coche junto a la acera y bajó la ventana tintada. “Oye, tú. Ven aquí”.

La joven alzó la cabeza, desconfiada, estudiando al hombre de traje impecable tras el volante. Dudó.

“No te lo estoy pidiendo”, dijo Enrique con firmeza. “No tengo todo el día”.

Lentamente, se acercó. De cerca, su delgadez era alarmante, la ropa gastada. Aun así, su postura mantenía una dignidad silenciosa. “¿Qué quieres?”, preguntó con voz baja pero firme.

“Sube. Hablaremos en otro sitio”.

Ella soltó una risa seca. “No soy de esas. Si es lo que piensas”.

Enrique apretó la mandíbula. “No digas tonterías. Solo quiero hablar. Sube o vuelve a la acera”.

La duda persistió, pero la autoridad en su tono no dejaba espacio para negarse. Subió.

El silencio en el coche era espeso mientras Enrique conducía hacia una cafetería tranquila, lejos del bullicio. Se sentaron en una esquina, rodeados del murmullo de otras conversaciones. Él estudió su rostro bajo la luz tenue.

“¿Cómo te llamas?”, preguntó.

“Lucía García”, respondió con sequedad. “Pero ¿qué más da?”.

“Porque necesito saber con quién estoy tratando. Dime, Lucía, ¿por qué te sientas en la acera a dibujar como si nada más importara?”.

Ella se encogió de hombros, evitando su mirada. “¿Qué más puedo hacer? No tengo adónde ir. Lo perdí todo. Pero eso no es asunto tuyo”.

Enrique se inclinó hacia adelante. “Entonces iré al grano. Quiero hacerte una oferta. Algo que podría cambiar tu vida”.

Sus ojos se estrecharon. “¿Y qué sería eso?”.

“Quiero que tengas un hijo para mí”.

Lucía parpadeó, convencida de haber oído mal. “¿Estás de broma?”.

“Lo digo en serio. Cubriré todos tus gastos, te daré apoyo durante el embarazo y, cuando termine, recibirás suficiente dinero para no volver a preocuparte por sobrevivir en la calle”.

Lucía soltó una risa sin humor, cruzando los brazos. “Estás loco. ¿Qué clase de hombre le ofrece esto a una desconocida?”.

“El tipo de hombre que sabe lo que quiere. No busco amor, Lucía. Ni dramas. Solo un hijo. Así de simple”.

Ella lo miró fijamente, sus palabras resonando en su cabeza. La audacia de la propuesta la dejó temblando. Pero tras su mirada fría había una determinación que no podía ignorar. Esto no era una broma.

“Esto es una locura”, susurró. “Ninguna mujer en su sano juicio aceptaría”.

Enrique no se inmutó. “Ninguna mujer en tu situación lo rechazaría”.

Las palabras la golpearon como un puño. Por mucho que quisiera odiarlo, la verdad la arañaba. Él le ofrecía comodidad, estabilidad, una salida al hambre y al frío. ¿Pero a qué precio?

“¿Y luego qué?”, preguntó al fin. “¿Qué pasa cuando nazca el bebé?”.

“Recibirás una suma considerable. Suficiente para empezar de nuevo. Sin ataduras. Serás libre”.

Ella resopló, amarga. “¿Y cómo sé que no cambiarás de idea y me arrastrarás a los tribunales?”.

“Soy un hombre de negocios. No hago tratos sin asegurarme de que todos ganan. Tendrás un contrato vinculante. Ninguno podrá cambiar los términos después”.

El silencio se extendió mientras Lucía asimilaba sus palabras. La voz de su madre resonaba en su cabeza: *Las oportunidades solo llaman una vez*. ¿Pero qué clase de oportunidad era esta?

Cuando por fin habló, su voz era firme. “Necesito tiempo para pensarlo”.

Enrique se levantó, abrochándose la chaqueta. “Tienes veinticuatro horas. Después, la oferta desaparece”.

Salió, dejándola dividida entre la desesperación y la dignidad.

Esa noche, mientras el aire de Madrid se enfriaba, Lucía se acurrucó en un banco del parque, mirando al cielo nublado. Al día siguiente la esperaría el mismo hambre, la misma invisibilidad, a menos que aceptara. Pero dentro de ella, la idea de entregar a un hijo—su hijo—le corroía el alma.

Mientras tanto, Enrique estaba en su despacho con vistas al skyline. El contrato, redactado por sus abogados con precisión, descansaba sobre la mesa. OdY así, bajo la luz dorada de un atardecer madrileño, Enrique y Lucía aprendieron que el destino no es un contrato, sino el arte de romperlo para encontrarse.

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