Me llamo Vicente Torres, pero ni siquiera mi madre me llama Vicente. En el chaleco que llevo puesto, el mismo que visto desde hace treinta y ocho años, la placa solo dice “Segador”.
Soy, o era, el presidente del MC Lobos del Desierto. Tengo sesenta y cuatro años, mido uno noventa y cinco y peso ciento veintisiete kilos antes del desayuno. La barba me llega al pecho, los brazos son un mapa de tatuajes y mi voz suena como si me hubiera tragado una piedra. Los niños no se me acercan. Huyen.
Estaba en la gasolinera de la carretera N-340, cerca de Almería, repostando mi Harley. Era martes. Hacía un calor seco que te chupaba el alma. Pensaba en una cerveza fría y en el dolor de mi rodilla izquierda, que protestaba más que un novato en el club.
Y entonces lo noté. Un tirón. Un pequeño pero firme agarre en el bajo de mi chaleco de cuero.
No soy un hombre que se asuste fácil, pero miré hacia abajo y el mundo… se inclinó.
Era una cosa pequeña. Una niña de no más de cinco años, con coletas rubias, ojos verdes como esmeraldas y una camiseta rosa manchada. En una mano llevaba un conejo de peluche desgastado y sin una oreja. Con la otra, me agarraba el chaleco con todas sus fuerzas.
No estaba asustada. Solo me miraba. Como si yo tuviera la respuesta.
Miré alrededor. No había nadie. Solo nosotros y el sonido de la bomba de gasolina.
“Este es el señor Saltarín”, dijo con una vocecita clara, alzando el conejo. “Él tampoco tiene papá”.
No tuve tiempo de reaccionar —¿qué se le dice a eso?— cuando la puerta de la gasolinera se abrió de golpe. Una mujer mayor, frágil como papel, salió corriendo con una bolsa de patatas en la mano. “Lucía, ¡LUCÍA! ¡Por Dios, aléjate de ese hombre! ¡Ven aquí!”.
Estaba aterrada. Pero la niña, Lucía, ni se movió. De hecho, apretó más fuerte mi chaleco.
“No, abuela”, dijo Lucía. “Quiero a este. Parece solo, como yo”.
La abuela, Elena, se quedó petrificada. Vio cómo su nieta se aferraba a mí, no con miedo, sino con una esperanza desesperada.
“Señor, lo siento mucho”, jadeó la abuela, intentando soltar los dedos de Lucía de mi chaleco. “Ella no… no entiende. Su padre… su madre… ha sido un año muy duro”.
Miré a la niña, que ahora se escondía tras mi pierna, usándome como escudo.
“¿Un año duro?”, pregunté con voz grave.
Y entonces la niña dijo las palabras que me rompieron en mil pedazos.
Se apartó de mi pierna, miró a su abuela a los ojos y dijo, con la honestidad brutal de los niños: “Mi papá está en la cárcel por matar a mi mamá. La abuela dice que necesito uno nuevo. ¿Quieres ser mi papá?”.
El silencio en esa gasolinera fue ensordecedor. La bomba dejó de sonar. Un camión pasó rugiendo. Elena, la abuela, simplemente… se derrumbó.
No solo lloró. Se hizo añicos. Ahí mismo, en el suelo manchado de aceite, esta mujer de sesenta y siete años, esta profesora jubilada que era todo lo que quedaba de una familia, se vino abajo.
“La estoy fallando”, sollozó. “No sé cómo explicárselo. No sé ser madre, padre y abuela a la vez. Tengo sesenta y siete. Debería estar en un crucero. Y mi hijo… mi hijo… la mató…”.
Lucía, con una seriedad escalofriante, le dio unas palmaditas en el brazo. “La abuela necesita siestas”, me susurró confidencialmente. “Ahora las necesita todo el tiempo”.
Miré a esa niña de cinco años que había visto un horror capaz de romper a cualquiera. Miré a esa abuela, ahogándose en una vida que no eligió.
Y pensé en mi hija. Mi Sarita. Habría cumplido treinta este año. Tendría más o menos la edad de Lucía cuando un conductor borracho arrebató a mi mujer y a ella de mi vida, hace veintidós años.
El agujero en mi pecho, vacío desde entonces, de pronto dolió.
Me agaché. Mis rodillas crujieron como disparos. Me puse a su altura.
“Oye, pequeña”, dije, con una voz más suave de la que había usado en décadas. “Tu abuela te cuida muy bien”.
“Lo intenta”, dijo Lucía, con esa misma seriedad. “Pero es mayor. No sabe jugar. Y no sabe de papás. Solo de abuelas”. Me miró fijamente. “Tú pareces saber de papás. Eres grande”.
Sentí un nudo en la garganta.
“No puedo ser tu papá, pequeña”, respondí. “Pero… ¿puedo ser tu amigo? ¿Te parece bien?”.
Lo pensó. Muy seriamente.
“¿Los amigos enseñan a ir en moto?”.
“Cuando seas más mayor. Quizá”.
“¿Los amigos van a meriendas de té?”.
“Si los invitan”.
“¿Los amigos…?”, bajó la voz, “te protegen de la gente mala?”.
El nudo en mi garganta se hizo más grande.
“Sí, pequeña”, gruñí. “Los amigos sí hacen eso”.
“Vale”, decidió, tendiendo su manita libre. “Puedes ser mi amigo. Me llamo Lucía Gómez Fernández. Tengo cinco años y tres cuartos. ¿Cómo te llamas?”.
“Vicente”.
“Es muy difícil. Te llamaré Don V”.
Elena había logrado controlar las lágrimas. Me miraba con una mezcla de miedo y esperanza desesperada.
“Señor… no podemos molestar…”.
Me levanté. Saqué mi cartera, le di una tarjeta.
“Señora, me llamo Vicente Torres. Tengo el taller Lobos del Desierto, a dos calles de aquí. Usted… está haciendo un buen trabajo. Pero no puede hacerlo sola”. Señalé la tarjeta. “Si necesita algo —una niñera, que le arreglen el coche, o alguien con quien hablar que no tenga cinco años—, llame a ese número”.
La miró fija.
“¿Por qué? ¿Por qué haría esto?”.
Miré a Lucía, que ahora hacía que el señor Saltarín le dijera adiós a mi bota.
“Porque yo tuve una hija”, dije, con un sabor a óxido en las palabras. “Y porque nadie debería criar a un niño solo en este mundo”.
Arranqué la moto, el rugido del motor que suele asustar a la gente. Lucía ni se inmutó. Solo agitó su mano.
Me fui, pero no podía sacarme de la cabeza la sensación de esa manita en mi chaleco. Pensé que sería un martes triste y extraño.
Me equivoqué. Solo era el comienzo.
*Segunda parte*
Elena Gómez llamó tres días después.
Era demasiado orgullosa para pedir ayuda. Su voz temblaba.
“Don Vicente? Soy Elena, de la gasolinera. Solo quería… darle las gracias otra vez. Pero… Lucía no para de hablar de ‘Don V’. Quiere saber si puede venir a ‘inspeccionar las motos'”.
Miré alrededor del taller. Era nuestro día de reunión. Quince miembros del MC estaban allí, todos pareciendo extras de una película de cárcel. “El Tanque”, un exmarine de ciento cuarenta kilos, discutía con “Cuervo”, nuestro tesorero, sobre el precio de los filtros.
“¿Sabe qué, Elena?”, dije, rompiendo en una sonrisa. “Hoy es un día perfecto para una inspección. Tráigala”.
Una hora después, el viejo Seat Ibiza de Elena entró al aparcamiento. Bajó, más asustada que en la gasolinera.Al salir del coche, Lucía corrió directo hacia el taller, se plantó frente a los quince moteros y, con el señor Saltarín en alto, anunció solemnemente: “Abuela, ¡mis tíos moteros son mejores que un papá!”.





