Observé la espalda de la señora García mientras desaparecía en la oficina, la puerta pesada cerrándose con un clic que sonó aterradoramente definitivo. El silencio que llenó el espacio era más denso esta vez, más pesado.
Solo quedaba yo.
Don José, el conserje nocturno, salió un momento después, empujando su gran cubo de basura ruidoso. Me hizo un triste gesto con la mano, al que intenté responder, pero mi brazo pesaba demasiado. Salió por la puerta lateral y escuché el sonido metálico del cerrojo al cerrarse desde fuera.
Era oficialmente la última persona en el Colegio Público Cervantes, aparte de la amable secretaria intentando encontrar a alguien—cualquiera—que recordara que existía.
Acurrúqueme en el banco, abrazando mis rodillas. El metal estaba frío ahora, el calor del día había desaparecido, reemplazado por una brisa fresca que olía a polvo y gasolina. Las sombras que antes parecían alargadas y espeluznantes ahora eran solo… oscuridad. Todo el patio del colegio era un mar negro, roto únicamente por el débil círculo de luz del farol que tenía encima.
Abrí mi mochila con dedos entumecidos, sacando la foto. Estaba doblada en un grueso cuadrado, los pliegues blanquecinos de tanto abrirla y cerrarla.
Era de la barbacoa de despedida de mi padre, hace tres meses.
Mi padre, Antonio, alto y erguido en su uniforme militar, sonriendo tan abiertamente que le arrugaba los ojos. Su brazo rodeaba los hombros de mi tío Pepe, aún más alto y ancho que él, con una sonrisa enorme bajo su espesa barba negra. A su otro lado estaba el tío Rafa, delgado y serio, pero con una sonrisa en la mirada. Detrás, unos veinte hombres más, todos con sus chalecos de cuero, abrazados, frente a una fila de motos negras y brillantes.
Parecían tan duros. Pero yo recordaba ese día.
Recordaba a tío Pepe levantándome sobre la moto de mi padre, sus grandes manos callosas siendo suaves al sostenerme. “Eres una campeona, pequeña”, decía con esa voz ronca. Recordaba al tío Rafa enseñándome un apretón de manos secreto, y al tío Santi mostrándome el águila pintada en el depósito de su moto.
Eran la familia de mi padre. Y él les hizo prometer. “Cuidad de mi niña”, dijo, con la voz cargada.
“Como si fuera nuestra, hermano”, juró Pepe, abrazando a mi padre con tanta fuerza que lo levantó del suelo. “Tú haz lo que tengas que hacer. Nosotros nos ocupamos de ella.”
Apreté la foto. ¿Y si la olvidaban? Marta lo había hecho. También lo había prometido. Incluso me dio su meñique. ¿Y si tío Pepe me olvidaba? ¿Y si escuchaba a la señora García y preguntaba: “¿Quién?”
Me dolía el estómago. Tenía hambre, pero era más que eso. Era un vacío frío. La sensación de ser olvidada.
La puerta de la oficina se abrió, haciéndome saltar.
La señora García estaba en el umbral, su cara iluminada por la luz del despacho. No entendía su expresión. Mi corazón dio un vuelco doloroso.
“Lucía”, dijo, con voz suave.
No pude hablar. Solo la miré, preparándome. Preparándome para que dijera: “Cariño, nadie contestó. Tendremos que llamar a Servicios Sociales.”
Se acercó y se arrodilló frente a mí, sobre el frío cemento. Sus rodillas crujieron. Respiró hondo. Su cara ya no estaba triste. Ni preocupada. Era… algo diferente. Algo que no sabía nombrar.
“Lucía”, repitió. “Vale. He… hablé con alguien.”
Me faltó el aire.
“¿Un hombre llamado Pepe?”
El mundo, que era gris y frío, estalló en colores.
“¿Tío Pepe?”, grité, el nombre saliendo de mí como un globo desinflándose.
Una sonrisa temblorosa asomó en los labios de la señora García. “Creo que sí. Parecía… muy preocupado, cariño. Muy… eh… decidido.”
Buscaba la palabra correcta.
“Cuando le dije tu nombre y que estabas sola, hubo… una larga pausa. Y luego dijo, muy claro: ‘Estamos en camino. No la pierdas de vista. Llegamos en quince minutos.’”
Quince minutos.
“¿Él… él sabía quién era yo?”, susurré, con lágrimas nublando la luz amarilla sobre su cabeza.
“Ay, cariño”, dijo, con voz emocionada. “Sabía exactamente quién eras. Preguntó si estabas herida. Si alguien te había hecho daño. Sonaba… muy enfadado, Lucía. Pero no contigo. Jamás. Dijo: ‘Dile a la pequeña que sus tíos vienen.’”
Pequeña.
El nombre que me daba mi padre. El que les enseñó.
No me habían olvidado. No me habían olvidado. Yo era su pequeña.
El alivio fue tan grande que me quitó el aliento. Solté un sollozo que no sabía que contenía y abracé el cuello de la señora García. Ella me devolvió el abrazo, fuerte, acariciándome la espalda.
“Vienen, cariño”, murmuró en mi pelo. “Están viniendo.”
Esperamos. Los quince minutos se hicieron eternos. La señora García me dio unas rodajas de manzana y una barrita de cereales que guardaba en su cajón. El azúcar hizo que mis manos dejaran de temblar.
Nos sentamos juntas en el banco, bajo la luz zumbante del farol.
“Señora García”, pregunté con voz pequeña.
“Dime, cariño.”
“¿Por qué… por qué cree que Marta me olvida? ¿Es por mi culpa?”
Se separó para mirarme a los ojos, su expresión firme. “No, no, Lucía. Nunca. Esto no es, ni será jamás, tu culpa.” Me alisó el pelo. “A veces… los adultos se pierden, cielo. Se enredan en sus problemas y olvidan lo importante. Es un fallo de ellos, no tuyo.”
Intenté entenderlo. Pero solo sabía que el hombre más importante de mi vida estaba al otro lado del mundo, y la persona que debía reemplazarlo… no lo hacía.
Y entonces lo oí.
Primero fue solo una vibración. Un temblor en el banco bajo mí. Un zumbido sordo.
“¿Qué es eso?”, preguntó la señora García, mirando alrededor.
Me levanté. Lo sentía en los pies, propagándose por el cemento. Un rumor bajo, lejano. Como abejas. Muchas abejas.
Se hizo más fuerte.
El zumbido se convirtió en rugido. Un estruendo profundo que retumbaba en el pecho.
Conocía ese sonido. Lo reconocía en mis huesos. Era el sonido de las barbacoas de mi padre. El sonido de la seguridad.
“Son ellos”, susurré, con los ojos muy abiertos, mirando hacia la calle oscura.
El rugido se hizo estruendo. No era solo un sonido; llenaba el aire. Rebotaba en las paredes del colegio, tan fuerte que lo sentía en los dientes. No era una moto. Ni dos. Eran muchas.
“¡Son ellos!”, grité, esta vez sin susurrar. Corrí hasta el borde de la acera, olvidando toda la tristeza. “¡Están aquí! ¡Es tío Pepe!”
La señora García se levantó, con una mano en el pecho, mirando hacia la oscuridad. “Dios mío, Lucía…”
Y entonces los vi.
Luces.
Un par. Luego dos. Luego cuatro. Una luz blanca y cegadora dobló la esquTío Pepe me abrazó con fuerza y, al mirar hacia atrás, vi a toda aquella familia de cuero y acero brillando bajo la luna, listos para protegerme siempre.





