El pueblo de Arroyo de la Paz, en la sierra de Guadarrama, se enorgullecía de dos cosas: sus vistas inmaculadas de montañas nevadas y la rectitud moral de sus vecinos. El cartel a la entrada, pintado con letras coloniales alegres, rezaba: *”Arroyo de la Paz: Un buen lugar para criar una familia”*. Los domingos, la aguja blanca de la iglesia parroquial, liderada por el afable cura David Ruiz, era el centro del universo. Entre semana, el alcalde García presidía la tertulia del Bar El Reposo, con su taza de café siempre en la mano.
Era un pueblo de apariencias. La gente saludaba con la mano. Donaba a la venta de pasteles benéfica. Susurraba en tono preocupado sobre los *”menos afortunados”*—que, en Arroyo de la Paz, era un eufemismo para Lucía y Martina, que vivían en el parque de caravanas La Estrella, al borde del pueblo.
Lucía era la tragedia local, una mujer consumida por la crisis de opiáceos que había arrasado como un incendio. Pero Martina, de nueve años, era la consecuencia viva.
Martina padecía displasia de cadera sin tratar. Lo que en su infancia habría sido corregido con una simple férula se había convertido, tras años de abandono, en una deformidad debilitante. Su pierna izquierda oscilaba sin control, y su cadera derecha chirriaba hueso contra hueso. Caminaba con un paso torpe y doloroso, cada pisada una humillación.
La *”gente decente”* de Arroyo de la Paz la veía. La veían cojear al bajar del autobús escolar. La veían esforzarse por seguir a los otros niños, que ya habían aprendido a excluirla.
Doña Rosa, dueña de la tienda de ultramarinos, suspiraba al ver a Martina avanzar penosamente por el pasillo, con unos vales de comida en la mano. *”Qué pena”*, murmuraba al siguiente cliente. *”La pobre niña. Igual que su madre”*.
El cura Ruiz había visitado la caravana una vez. Había dejado una Biblia y un folleto de rehabilitación sobre la mesa manchada, esquivando la basura. Había acariciado la cabeza de Martina, evitando mirar sus piernas, y dicho: *”Rezamos por ti, hija”*.
Pero las oraciones no aliviaban el dolor en su cadera. La lástima no detenía el sufrimiento. El pueblo la había dado por perdida: una historia triste para comentar en el bar, pero no un problema que resolver. Era *”la niña de las caravanas”*, y en Arroyo de la Paz, algunos problemas estaban más allá de la redención.
En un miércoles gélido de octubre, con el viento anunciando el invierno, Martina tenía una misión. Su madre estaba *”enferma”*—la enfermedad gris y temblorosa que la dejaba llorando o gritando—, pero se habían quedado sin refresco, y Lucía había chillado hasta que Martina encontró cinco euros arrugados en un bolso.
Del parque de caravanas a la gasolinera del pueblo había un kilómetro. Para Martina, era una peregrinación agonizante. Cada paso le clavaba un dolor ardiente desde la cadera hasta la rodilla. Caminaba por el arcén, la cabeza agachada, la chaqueta delgada subida hasta la nariz. Parecía un pajarillo herido, arrastrando un ala.
Al entrar, la campanilla de la puerta sonó. El dependiente, un chaval del instituto, ni levantó la vista del móvil. Martina cogió una lata de refresco de la nevera. Tenía las manos entumecidas por el frío. Al llegar al mostrador, la lata resbaló de sus dedos.
Cayó al suelo de linóleo y rodó.
Martina la miró, los ojos llenándose de lágrimas frustradas. Era solo una lata, pero en ese momento, era un obstáculo insalvable. Agacharse significaba cambiar el peso, y eso era fuego en la cadera. Intentó flexionarse, pero un chasquido en la articulación le arrancó un grito.
Era solo una niña, llorando en medio de una gasolinera, incapaz de recoger una lata.
La campanilla sonó de nuevo, esta vez con una ráfaga de aire frío y el olor a cuero, gasolina y polvo.
El dependiente alzó la vista, sobresaltado.
Eran hombres grandes. Sus chalecos de cuero lucían un parche: una calavera con casco militar, cruzada por un fusil y una llave, y las palabras *”Los Hijos Olvidados”* en lo alto. Un club de moteros, casi todos veteranos de guerras pasadas. Parecían duros, intimidantes, totalmente fuera de lugar en el tranquilo Arroyo de la Paz.
El líder, un hombre ancho como un armario y con una barba gris trenzada, avanzó. Se llamaba Jaime *”El Oso”* Martín. Sus ojos, agudos, no se perdían nada. Vio la tensión del dependiente, la manera en que el guardia civil los vigilaba de reojo. Y vio a la niña en el suelo.
Ignoró al chico y se acercó a Martina. Ella se encogió, asustada por su tamaño y la calavera del chaleco. Le habían enseñado a temer a hombres como él.
El Oso se agachó, el cuero crujiendo. Se movió con cautela, como si se acercara a un cervatillo asustado. Su voz no fue el rugido que ella esperaba, sino un susurro profundo, como piedras sobre terciopelo.
*”¿Estás bien, pajarita?”*, preguntó.
Martina negó, señalando la lata con un temblor en los labios.
El Oso la recogió. La miró, luego observó su postura: el cuerpo torcido, la pierna izquierda arqueada de forma antinatural.
*”¿Qué te pasa, cielo?”*, preguntó, suavizando más la voz. *”¿Te duele?”*
Martina alzó la vista. Vio las arrugas en sus ojos, de cansancio, no de crueldad. Susurró las palabras que nadie escuchaba:
*”No puedo cerrar las piernas. Me duele. Siempre me duele.”*
Los ojos de El Oso, que habían visto el infierno en desiertos y selvas, se endurecieron. La sangre se le heló en las venas, reemplazada por una ira lenta y fría.
Uno de sus hombres, un tipo delgado con *”Doc”* bordado en el chaleco, se arrodilló a su lado. Había sido sanitario. Le palpó la pierna con tacto profesional.
*”Jefe”*, dijo, tenso. *”Esto es grave. Displasia de cadera, sin tratar. Años así. La articulación está destruida. El dolor es constante. Esto… es criminal.”*
El Oso miró a la niña, luego a la calle principal, al cartel de *”Arroyo de la Paz”*. Vio el Bar El Reposo al otro lado, con gente riendo dentro.
*”¿Cómo te llamas, pajarita?”*
*”Martina.”*
*”Pues escucha, Martina”*, dijo, con la voz espesa. La levantó como si no pesara nada, envolviéndola en sus brazos. Martina, tan sorprendida que dejó de llorar, apoyó la cabeza en su hombro.
Cogió la lata y lanzó un billete de veinte euros al mostrador. *”Es para la niña”*, gruñó al dependiente.
Y luego, volviéndose a sus hombres: *”Vamos a comer.”*
Los Hijos Olvidados—dieciocho en total—habían aparcado sus motos en fila en la gasolinera. Pero El Oso no montó en la suya. Guardó a Martina contra su chaleco y echó a andar.
Sus botas resonaron en el asfalto. El resto del club lo siguió, una falange de cuero y mezclilla. Avanzaron por la calle principal, su silencio más amenazante que cualquier motorY cuando la gente de Arroyo de la Paz vio a aquellos hombres desaliñados caminar en formación, llevando a Martina como si fuera lo más preciado del mundo, supieron, por primera vez en sus vidas pulcras y ordenadas, lo que realmente significaba la palabra *vergüenza*.





