**Capítulo 1: La Promesa en la Feria**
El calor de agosto pegaba el chaleco de cuero de Slate a su espalda. Era un día miserable para una feria, y aún peor para una colecta de juguetes solidaria. A sus 62 años, el presidente del Club de Moteros Los Salvajes de Acero detestaba el algodón de azúcar, los gritos estridentes de los feriantes y, sobre todo, las miradas recelosas de la “gente bien” de aquel pueblo perdido de Castilla.
Sus 27 hombres—los “27 de Acero”, como los había bautizado con nerviosismo el periódico local—se dispersaron por el recinto, sus chalecos con parches destacando entre los tonos pastel de la feria. No estaban allí para divertirse. Cumplían con lo que exigía su carta fundacional: un acto benéfico por trimestre. Esta vez, recolectaban ositos de peluche en una caja polvorienta junto a la caseta de “Adivina Tu Peso”.
Slate—cuyo nombre real, *Elias Torrente*, solo usaba Hacienda desde hacía treinta años—se apoyó contra un puesto de churros, los brazos cruzados. Su rostro era un mapa de arrugas talladas por el sol y el viento. La barba, más blanca que negra. Era un hombre imponente, y lo sabía. Pero hoy solo se sentía viejo.
Días como este, entre gritos de niños y familias perfectas, el fantasma de su hermana *Sara* se le acercaba. La recordaba así: coletas, un diente menos, una niña frágil. Él tenía dieciséis años, grande para su edad, pero no lo suficiente. No lo bastante fuerte para detener a su padre. Cuando los servicios sociales intervinieron, Slate ya era mayor de edad, y Sara… desapareció. Tragada por el sistema. Pasó décadas buscándola, en vano. Había fallado en lo único que importaba: protegerla. Los Salvajes de Acero, su club, su vida… solo eran un ruidoso distractor de aquel silencioso fracaso.
—Perdóneme.
Slate ni se inmutó. La gente solía evitarle.
—Perdóneme, señor.
La voz era menuda, clara, y venía de la altura de su rodilla. Bajó la mirada.
Allí estaba ella. No lloraba como los niños perdidos junto al tiovivo. No reía. Simplemente… permanecía quieta. Tendría unos ocho años, menuda, el pelo castaño y lacio, una camiseta barata dos tallas demasiado grande.
Y un ojo morado.
No era un morado reciente, sino amarillento, de varios días. Tenía más cardenales en los brazos, con forma de dedos.
A Slate se le heló la sangre. No descruzó los brazos, pero todo su cuerpo se tensó. Conocía esa mirada. La había visto en su madre. En *Sara*.
La niña no se intimidó. Miró el parche de “Presidente” en su chaleco.
—¿Usted es el jefe? —preguntó, con una voz plana, sin rastro de inocencia.
Slate tragó saliva antes de responder.
—Sí.
Ella asintió, como confirmando un dato. Lo escrutó, buscando algo en sus ojos.
—Mi padrastro me pega —dijo, con la misma frialdad—. Y a mi madre también.
El mundo alrededor de Slate se desvaneció. La música, los olores, el calor… todo desapareció. Solo quedaba esa niña, plantada en los escombros de su vida, contándolo como si hablara del tiempo.
Le entraron ganas de rugir. De buscar a ese “padrastro” y romperle los huesos de las manos. De subirla a su moto y huir hasta dejar atrás la frontera de la provincia.
Pero no podía. Tenía 62 años, no 22. Y esto no se arreglaba con una cadena.
Descruzó los brazos y se agachó, con un crujido de cuero y rodillas protestonas. Ahora estaba a su altura. Vio a *Sara* en ella, escondida en el armario, suplicándole que no hiciera ruido.
—¿Cómo te llamas, pequeña? —preguntó, con una voz más áspera de lo que pretendía.
—Mireia.
—Mireia —repitió, sin saber qué decir. Era un líder de hombres duros, no un consuelo para niñas maltratadas.
Entonces, Mireia hizo la pregunta que le partió el alma.
—¿Quiere ser mi padre?
No era una súplica. Era una propuesta. Un último grito desde la trinchera. El corazón de Slate, un pedazo de cuero cicatrizado que creía inservible, se desgarró. Vio el futuro que podía ofrecerle… y el pasado que no pudo cambiar.
—No, pequeña —dijo, con un nudo en la garganta—. No puedo ser tu padre.
Vio cómo la luz en sus ojos se apagaba, y eso casi lo mató.
—Pero —añadió rápido— puedo ser un amigo. Uno que… impida que te hagan daño.
Ella lo miró fijamente.
—Él… me da miedo —susurró, con un temblor infantil en la voz—. Y a mi madre también. Dice que es importante. Que nadie me creerá.
—Yo te creo —dijo Slate, con una firmeza que lo sorprendió. Sacó una libreta de cuero y un boli, arrancó una hoja y escribió.
—Este es mi número —dijo, alargándole el papel—. El mío, personal. No el del club. Si te asusta, si sientes que estás en peligro… llámame. Da igual la hora. Vendré.
Subrayó el “vendré”. Mireia miró el papel, luego a dos miembros del club—*Cura* y *Oso*—, que se habían acercado discretamente. Finalmente, asintió, casi imperceptiblemente, guardó el papel como si fuera un tesoro y lo metió en el bolsillo de sus pantalones.
—¡MIREIA! ¡¿DÓNDE ESTÁS?!
Una mujer angustiada corría hacia ellos. Detrás, un hombre de sonrisa impecable y camisa impecable—el mismo que Slate había visto en los carteles electorales—caminaba con calma calculada.
—¡Qué susto! —dijo el hombre, posando una mano demasiado firme en el hombro de Mireia—. No hables con extraños. Menos con… este tipo de gente.
Slate se irguió, sobresaliendo sobre él.
—Estaba perdida —gruñó.
—Pues gracias por encontrarla —respondió el hombre, con una sonrisa tensa—. Yo soy el señor Delgado, concejal. No volverá a molestarle.
Mireia, ya cogida de la mano, miró atrás. No sonrió. Solo lo vio.
Slate no se movió hasta que se perdieron entre la multitud.
—¿Qué ha pasado, jefe? —preguntó *Oso*.
Slate apretó los puños.
—Eso… fue una promesa.
**Capítulo 2: La Respuesta**
Slate no durmió esa noche. En el local del club—un antro con paredes de madera y olor a cerveza ranEsa promesa lo llevó a organizar una vigilancia silenciosa, con sus hombres siguiendo cada paso del concejal Delgado, hasta que una tarde, bajo la lluvia que azotaba las calles empedradas del pueblo, Mireia llamó desde un teléfono público, susurrando una dirección entre lágrimas, y los Salvajes de Acero llegaron justo a tiempo para impedir lo que nadie más había osado detener.





