**Diario de Javier Mendoza**
Cuando salí del rascacielos en pleno Paseo de la Castellana, solo pensaba en el informe que debía enviar antes de medianoche. Había cerrado un contrato de treinta millones de euros, el mercado reaccionaría bien, mis inversores estarían satisfechos. Otro triunfo. Otra cifra más para mi fortuna de ciento cincuenta millones.
Hasta que la vi.
A mitad de la calle, junto a la pared de una boutique de lujo, dos figuras se recortaban contra el cielo gris. Una manta ajada, un gorrito de lana, un carrito de supermercado lleno de bolsas. Y, en medio de todo, un abrigo de cachemira color crema que reconocí al instante.
Mi corazón se detuvo.
—¿Mamá? —musité, sin creerlo.
Isabel Mendoza, setenta y cinco años, la viuda elegante del empresario Antonio Mendoza, estaba sentada en la acera mojada, temblando. A su lado, protegiéndola, un joven de barba descuidada y ojos oscuros, envuelto en capas de ropa gastada. Le había puesto su propia manta sobre los hombros, rodeándola como un escudo contra el viento helado.
El frío de diciembre cortaba como navajas. Los primeros copos de nieve caían sobre su pelo blanco.
Eché a correr.
—¡Mamá! —me arrodillé frente a ella, sin importarme el traje de Hugo Boss ni los zapatos empapados—. Mamá, ¿qué haces aquí?
Ella me miró con dificultad, como si tardara en reconocerme. Sus ojos claros, siempre llenos de firmeza, ahora estaban perdidos.
—Ja… Javier? —balbuceó—. Me… me perdí… iba a…
Su voz se quebró. El joven la sostuvo con cuidado.
—Tranquila, señora, ya está aquí su hijo —dijo él, con una serenidad que contrastaba con su aspecto.
Lo observé por primera vez con atención. Tendría unos veintitantos, la barba desaliñada, la piel enrojecida por el frío. Y, aun así, no dejaba de proteger a mi madre.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, intentando mantener la calma.
—La encontré hace media hora —contestó—. Caminaba sola, muy confundida. No recordaba su dirección, ni siquiera sabía su nombre al principio. Como hacía mucho frío, la senté y le di la manta. No tengo móvil para llamar a nadie… Iba a buscar a un policía.
Llamé al conductor con manos temblorosas, luego al 112. Mientras hablaba, no podía apartar la mirada de la escena: mi madre, la mujer que organizaba cenas de gala y vivía rodeada de lujos, aferrada a la manta sucia de un desconocido.
Y ese desconocido, con apenas un carrito y esa manta, había hecho más por ella en media hora que yo en meses.
Cuando se la llevaron en la ambulancia, me quedé un momento en la acera junto al joven.
Saqué la cartera. Billetes. Muchos.
—Gracias por lo que has hecho —dije, extendiéndolos—. Esto no es suficiente, pero…
Él miró el dinero sin avidez, solo con incomodidad.
—No —negó con la cabeza—. No lo hice por dinero, señor. Solo… —miró hacia la ambulancia— no podía dejarla ahí tirada. Cualquier persona con corazón habría hecho lo mismo.
*Cualquier persona con corazón.*
Sentí que esas palabras me atravesaban. Quise insistir, pero él ya recogía su manta y se la echaba al hombro.
—De verdad, quédese con eso —repitió—. Cuide de su madre.
Se dio la vuelta y se perdió entre la multitud que no lo veía.
Yo me quedé inmóvil, el dinero en la mano, con el viento helado azotándome la cara.
En el Hospital Gregorio Marañón, el diagnóstico fue claro.
—Alzhéimer en fase inicial —dijo la neuróloga con profesionalidad—. Ha tenido un episodio de desorientación severa. A partir de ahora no debe estar sola.
Escuchaba, pero solo veía a mi madre sentada en la acera junto a ese chico. Isabel, que nunca salía sin chofer, que aún insistía en poner flores frescas en nuestra casa de La Moraleja… perdida, sin saber quién era.
Esa noche, en la sala de espera, abrí el portátil para distraerme. Los informes, las gráficas, los correos… por primera vez en años, me parecieron insignificantes.
Lo cerré.
En mi mente, solo el rostro de ese chico.
*”Cualquier persona con corazón”.*
Y supe, con una lucidez dolorosa, que no estaba seguro de haber hecho lo mismo en su lugar.
Pasaron tres días.
Tres días reorganizando la casa, contratando enfermeras, cancelando viajes. Los médicos confirmaron lo inevitable: días buenos, días malos, un deterioro lento.
La primera vez que mi madre me llamó “Antonio” en vez de “Javier”, me encerré en mi despacho y lloré.
Y seguía pensando en el chico. David.
El miércoles, volví a la calle Serrano. Caminé sin rumbo hasta que el olor a leña me guió hacia un callejón. Allí, alrededor de un bidón con fuego, varios sintecho se calentaban. Uno de ellos levantó la vista.
—David —dije, reconociéndolo al instante.
Frunció el ceño, desconfiado. Yo era un bicho raro allí: abrigo caro, reloj de oro, zapatos impecables.
—Quería hablar contigo —añadí—. Agradecerte de verdad lo que hiciste por mi madre. Y explicarte.
Nos apartamos un poco. Le conté el diagnóstico, el miedo, la nueva realidad. Él escuchó en silencio.
—Lo siento mucho —dijo al final—. Mis padres también se fueron así. Es duro ver cómo alguien que quieres se desvanece.
—¿Cuánto llevas en la calle? —pregunté.
—Dos años.
No lo dijo con lástima, sino con resignación.
—¿Qué hacías antes?
—Estudiaba Arquitectura en la Politécnica. Quinto curso. Mis padres murieron en un accidente. Perdí todo. La calle atrapa rápido.
Su historia me golpeó. ¿Cuántas veces había pasado junto a personas como él sin verlas?
—David —dije, después de un silencio—. No quiero darte lástima ni sermones. Pero quiero ofrecerte trabajo. En mantenimiento, logística. No es arquitectura, pero es un sueldo, seguridad social, un comienzo.
Él me miró fijamente.
—No quiero ser tu obra benéfica.
—No lo serás. Serás David López, empleado, punto.
Al final, aceptó.
El lunes, a las 8:57, el guardia de la Torre Picasso me avisó.
—Señor Mendoza, un joven pregunta por usted. David López.
Bajé. Allí estaba, afeitado, pelo recortado, con una camisa limpia que alguien le habría regalado. Incómodo entre tanto lujo, pero con la cabeza alta.
Los meses siguientes fueron una lección.
David aprendió el trabajo rápido. Empezamos a tomar café juntos. Hablaba poco de la calle, pero cuando lo hacía, era sin dramatismo: noches heladas, pequeñas bondades de extraños.
—La vida se rompe en segundos —dijo una vez—. Creemos ser fuertes, pero dos malas noticias bastan para perderlo todo.
En casa, mi madre alternaba lucidez y confusión. A veces preguntaba por “el chico de la manta”.
Un viernes, lo invité a cenar.
Cuando entró en la mansión, dudó. Nunca había pisado un lugar así. Pero mi madre lo recibió como a un príncipe.
—Tú eres David —sonrió—. Mi ángel de la acera.
Y, mientras los tres compartíamos la cena entre risas y recuerdos, comprendí que la verdadera riqueza no estaba en mis cuentas bancarias, sino en esos momentos frágiles y luminosos que el dinero jamás podría comprar.





