**PARTE 1: LA TRANSACCIÓN**
“Esto son cincuenta euros.”
Eso fue todo lo que dijo. Su voz era pequeña, temblorosa, como un carillón de viento en medio de una tormenta.
El parque estaba casi vacío, solo los esqueletos de las hojas otoñales bailaban sobre el hormigón. Yo estaba sentado en un banco verde y descascarillado cerca de la vieja fuente seca, mirando el suelo agrietado. Me llamo Adrián Vázquez. Tengo treinta años. Dirijo un conglomerado tecnológico valorado en miles de millones. Y hace tres horas, vi cómo el ataúd de caoba de mi padre se hundía en la tierra húmeda, y no sentí… absolutamente nada.
Ni tristeza. Ni alivio. Solo un silencio vasto y hueco.
Mi padre era un titán de la industria, un hombre que movía mercados con un susurro, pero era un fantasma en su propia casa. Me enseñó a absorber competidores, a recortar gastos, a dominar una junta directiva. Pero nunca me enseñó a mantener una conversación que no fuera una negociación. Nunca me enseñó a ser humano. Su funeral fue eficiente, caro y frío. Como él.
Me aflojé la corbata de seda, sintiéndome el hombre más pobre del mundo a pesar de la fortuna de nueve cifras en mis cuentas. Estaba completamente, terriblemente solo.
Entonces, la vi.
Una niña pequeña, de unos cuatro o cinco años, con rizos rubios rebeldes bajo una diadema de plástico rosa. Llevaba un vestido lleno de girasoles, desgastado, y zapatillas con las punteras raspadas. Se acercó decidida, agarrando una “cartera” de cartón y cinta plateada.
“Hola”, anunció, con el mentón en alto, aunque sus ojos daban vueltas nerviosos. “Tengo cincuenta euros. Solo necesito un papá por un día.”
Parpadeé, la niebla de mi apatía se rompió un instante. “¿Perdona?”
Jugueteó con la solapa de cinta de la cartera y la vació en el banco. No era un billete de cincuenta. Era un montón de billetes arrugados de uno y cinco, y un puñado de monedas.
“Lo he ahorrado”, dijo, señalando con un dedo manchado de tierra. “Dinero del Ratoncito Pérez, del cumpleaños de la abuela antes de irse al cielo, y hasta las monedas que encontré en el sofá.”
Me incliné, apoyando los codos en las rodillas, sintiendo cómo mi traje italiano protestaba. “¿Por qué necesitas un papá, pequeña? ¿Y por qué se lo pides a un desconocido?”
Bajó la mirada, retorciendo la punta de su zapatilla en la tierra. “Porque los niños del parque dicen: ‘Lucía no tiene papá para empujarla en el columpio’. Lo repiten siempre. Dani dice que los papás te levantan para agarrarte a las barras. Y yo pensé… que con cincuenta euros… alguien como tú podría fingir. Solo hoy. Como en los anuncios. Los papás te cogen de la mano, te compran helado, no se van.”
Me quedé helado. El aire escapó de mis pulmones.
Miré sus manitas contando su tesoro. Cincuenta euros. Para mí, menos que un error de redondeo. Para ella, todo su imperio. Todo lo que tenía en el mundo.
De pronto, recordé mis siete años, bajo la lluvia, frente a las rejas del colegio privado, esperando un coche que llegó tres horas tarde porque mi padre estaba “cerrando un trato”. Recordé ese dolor en el pecho, las ganas de ser elegido. De ser más importante que una cotización en bolsa.
Tragué un nudo en la garganta que sabía a cristal roto.
“No tienes que pagarme”, susurré, cerrando la solapa de su cartera. “Guárdalo.”
Su cara se desmoronó, el labio inferior tembló. “¿No es suficiente? Puedo conseguir más, tengo una hucha en casa…”
“No”, dije, con la voz quebrada. “Es demasiado. Quédate tu dinero. Soy caro, pero para ti… hoy soy gratis.”
Sus ojos brillaron, llenos de lágrimas. “¿En serio? ¿Serás mi papá hoy?”
Me levanté, sacudiéndome el polvo del pantalón, y extendí una mano. “Sí. Solo hoy. Soy Adrián.”
Ella me agarró la mano con fuerza sorprendente. “Yo soy Lucía. Lo primero”, declaró, con la tristeza reemplazada por la firmeza de un general, “es helado. Dos bolas. Y virutas de colores.”
**PARTE 2: EL DÍA QUE EL MUNDO SE DETUVO**
Pasamos las siguientes seis horas haciendo todo lo que yo me había perdido de niño.
Fuimos a la heladería de la Calle Mayor. Le compré el cucurucho más grande: chocolate y fresa con virutas. Se manchó la nariz, el vestido. Se rió con una risa tan pura que parecía limpiar mi alma.
Fuimos al parque. La empujé en el columpio hasta que me ardieron los brazos.
“¡Más alto, papá! ¡Más alto!”, gritaba.
La palabra “papá” me golpeaba cada vez que la decía. Era aterrador y emocionante. Los demás padres nos miraban. Un hombre con traje de tres mil euros empujando a una niña de vestido gastado. Pensarían que era un padre divorciado comprando cariño. No sabían que era un fraude.
Pero durante esas horas, no era un CEO. No era el “Hacha” de la industria tecnológica. Era el papá de Lucía.
Dimos de comer a los patos. Perseguimos palomas. Nos sentamos en el césped y me habló de su vida. Su madre trabajaba en dos sitios. Vivían en un edificio donde el ascensor olía a pis. Quería ser astronauta para encontrar a su abuela.
“¿Tú tienes papá?”, me preguntó, mordiendo un donut.
“Lo tenía”, dije, mirando al cielo. “Lo enterré hoy.”
Dejó de masticar. Se subió a mi regazo y me abrazó con sus brazos pegajosos. “Lo siento”, susurró. “¿Era un buen papá?”
“Era… un papá ocupado”, respondí.
“No pasa nada”, dijo, dándome una palmadita en la mejilla. “Tú eres un buen papá. Empujas el columpio muy alto.”
Al atardecer, el aire se enfrió.
“Tenemos que irnos”, dijo Lucía. “Mamá vuelve del trabajo.”
Caminamos hasta su barrio, un contraste brutal con la urbanización cerrada donde crecí. Pintura descascarillada, rejas en las ventanas, sirenas a lo lejos. Llegamos a una casa dividida en pisos diminutos.
La puerta se abrió de golpe.
Una mujer joven, de unos veintitantos, con uniforme de camarera y el pelo recogido en un moño despeluchado, nos miró con ojos salvajes.
“¡Lucía!”, gritó, arrancándola de mi lado. “¿Quién eres? ¿Qué haces con mi hija?”
Levanté las manos. “Señora, por favor, solo…”
“¡Mamá!”, chilló Lucía, asomándose. “¡Encontré un papá de verdad! ¡Y no me cogió los cincuenta euros!”
La mujer, Marta, se quedó paralizada. Me miró de arriba abajo: el traje, el reloj, la corbata negra. Luego a Lucía, feliz, manchada de helado.
Sus hombros cayeron. “Lucía… no puedes… buscar hombres en el parque.”
“Lo siento”, dije. “Estuvo segura. Me llamo Adrián. Solo tomamos un helado.”
Marta me miró, y vi una fatiga que el dinero no podía arreglar. “Gracias”, susurró, conY ahora, cada domingo, cuando la recojo para ir al parque, me pregunto quién salvó a quién aquel día en el que cincuenta euros compraron el pedazo de humanidad que me faltaba.





