La nueva secretaria se quedó paralizada al ver su foto de infancia en el despacho de su jefe. El ascensor subía veloz por el edificio de cristal que reflejaba el cielo azul de Madrid. Martina López apretó contra su pecho la carpeta con su currículum mientras recordaba los consejos que su madre le había dado esa mañana. Nunca en sus veintiséis años había estado tan nerviosa. Este trabajo lo cambiaba todo. «Planta 35. Fernández & Asociados», anunció la voz metálica del ascensor.
Martina respiró hondo, alisó su falda negra—la única formal que tenía—y caminó decidida hacia recepción. Sus tacones resonaron en el suelo de mármol mientras contemplaba el discreto lujo del bufete más prestigioso de la ciudad. «Buenos días, soy Martina López, la nueva secretaria del señor Fernández», dijo con una seguridad que no sentía. La recepcionista, una mujer de mediana edad con un moño impecable, la miró por encima de sus gafas. «Llegas justo a tiempo. El señor Fernández odia los retrasos. Pilar te espera».
Pilar, una mujer mayor de rostro amable pero mirada astuta, la guió por pasillos donde abogados con trajes carísimos hablaban en voz baja sobre casos millonarios. Era un mundo distinto al suyo, donde cada mes era una batalla para pagar las medicinas de su madre. «El señor Fernández es muy exigente», explicó Pilar mientras le mostraba su escritorio. «Puntualidad británica, organización impecable y discreción absoluta. Nunca lo interrumpas en llamadas importantes». Martina asintió, memorizando cada palabra. «¿Cuándo lo conoceré?». «Ahora mismo te espera para darte instrucciones». Pilar bajó la voz. «No te asustes si parece frío. Es así con todos».
El despacho de Ángel Fernández era exactamente lo que Martina esperaba: elegante, sobrio e intimidante. Grandes ventanales ofrecían vistas panorámicas de la ciudad. Estanterías de roble oscuro cubrían dos paredes y un imponente escritorio presidía la habitación. Detrás, un hombre de cincuenta y tres años firmaba documentos sin levantar la vista. Su pelo entrecano, peinado con precisión, y su traje a medida gritaban poder. Cuando alzó la mirada, Martina sintió un escalofrío inexplicable. Sus ojos grises eran penetrantes y, curiosamente, tristes.
«Señorita López», dijo con voz grave, «siéntese, por favor». Martina obedeció, notando que él evitaba mirarla directamente. «Su currículum es modesto, pero sus referencias académicas son excelentes. Espero ese mismo nivel aquí». «No le defraudaré, señor Fernández», respondió. Mientras él explicaba sus funciones, Martina apenas podía concentrarse. Algo en el escritorio le robó el aliento: en un marco de plata, una foto descolorida de una niña de cuatro años con vestido blanco sosteniendo un girasol. Era ella. El mismo vestido que su madre guardaba como un tesoro. La misma mancha en la esquina.
«¿Me escucha, señorita López?». La voz de Ángel la devolvió bruscamente a la realidad. Le faltaba el aire. «Disculpe, es que…». Señaló la foto con dedos temblorosos. «¿Puedo preguntar quién es?». Fernández guardó silencio unos segundos. Cuando habló, su voz sonó quebrada. «Alguien a quien perdí hace mucho tiempo». Martina pasó el día en piloto automático. Pilar le explicó los sistemas, los horarios, le presentó al personal, pero su mente seguía en aquella foto. ¿Cómo era posible? ¿Qué hacía su foto ahí?
Al salir, ya anochecía. Tomó el metro abarrotado y luego un autobús que la dejó a tres calles de su casa en un barrio humilde al sur de Madrid. Su madre, Elena, de cincuenta y un años, la esperaba en la cocina. «¿Cómo te fue, hija?». Martina dejó caer su bolso. «Bien, creo». Elena la miró fijamente. «Algo pasa. ¿Qué ocurre?». Martina tomó la taza de manzanilla que le ofrecía. «El señor Fernández tiene una foto mía en su despacho. La del girasol, la que guardas en tu caja. Es idéntica».
La taza se estrelló contra el suelo. «¿Qué dices?», susurró Elena, pálida como el papel. Se apoyó en la mesa como si las piernas no la sostuvieran. «No puede ser él…». «¿Lo conoces?». Elena no respondió. Fue a su habitación y sacó una caja metálica de debajo de la cama. Dentro, entre cartas amarillentas y un anillo sencillo, estaba la misma foto. «Hay algo que nunca te conté sobre tu padre, Martina», dijo con voz quebrada. «Es hora de que sepas la verdad». La noche caía sobre Madrid cuando, en aquel piso pequeño del sur, un secreto guardado durante veintiséis años salió por fin a la luz.





