**PARTE 1**
**Capítulo 1: El Fantasma en los Campos de Maíz**
Regresé a Castilla para enterrar el pasado, no para desenterrar nuevos problemas. Pero los problemas tienen esa costumbre de encontrarte, sobre todo cuando has pasado la última década persiguiéndolos en lugares que la mayoría ni ubica en el mapa.
Me llamo Javier. O al menos eso dice mi carné de conducir. Los últimos doce años fui solo un código, un rango, un número en una chapa. Me dieron de baja hace tres meses. “Baja médica”. Dijeron que era la rodilla, pero todos sabíamos que era por lo otro. Eso que te mantiene despierto a las 3 de la mañana, empapado en sudor, buscando un fusil que ya no está.
Mi hermana, Lucía, cree que estoy “adaptándome” a la vida civil. Es una buena mujer, agotada por ser madre soltera y por los dobles turnos en el bar del pueblo. Cree que paso los días arreglando el viejo Seat en el garaje y tomando café solo en el porche, mirando los interminables campos de maíz que rodean este pueblecito.
No sabe que mis ojos siempre escanean el perímetro. Que memorizo las matriculas de cada coche que pasa por nuestra calle sin salida. Que duermo con un ojo abierto, escuchando los crujidos de la casa, analizándolos como amenazas.
Y desde luego no sabía lo que le estaba pasando a su hija, Alba.
Alba tiene dieciséis. Antes era pura energía—traviesa, riendo a carcajadas, llena de vida. Pero desde que volví, es un fantasma. Llega a casa, se encierra en su habitación y pone música a todo volumen. Lucía dice que son “cosas de adolescente”.
Yo sé más. Conozco la mirada de alguien que vive con miedo. Es la misma que vi en los ojos de la gente en misiones pasadas. La mirada de quien sabe que lo están cazando y cree que nadie vendrá a salvarlo.
Todo empezó un martes por la tarde. El aire olía a hojas secas y a invierno cercano. Estaba en el porche, afilando mi navaja, tallando un trozo de madera que no iba a ser nada. El autobús escolar amarillo frenó al final del camino de tierra.
Alba bajó. Pero no estaba sola.
Un Seat León rojo, tan reluciente que parecía fuera de lugar en nuestro polvoriento camino, avanzaba junto a ella. Las ventanillas bajadas. No escuché las palabras desde donde estaba, a unos cincuenta metros, pero el lenguaje corporal lo decía todo.
El conductor se asomaba, gritando algo. Se reía. Alba no. Caminaba rápido, la cabeza baja, apretando la mochila contra el pecho como si fuera un escudo. Tropezó en la gravilla y el coche tocó el claxon—un pitido corto, burlón.
Dejé de tallar. Dejé la navaja sobre la barandilla.
El León arrancó veloz cuando Alba llegó al buzón, levantando una nube de polvo que flotó en el aire como humo. Vi la pegatina en la luneta trasera: *Equipo de Fútbol del Instituto Alfonso X*.
Los reyes de este pueblo. Los intocables.
Alba subió por el camino. Al verme, se secó rápidamente la cara. Intentó sonreír, pero no le llegó a los ojos.
—Hola, tío Javier —murmuró, intentando pasar de largo.
—¿Quién era ese, Alba? —pregunté. Mi voz es áspera ahora, más suave que antes, pero más pesada.
—Nadie —dijo demasiado rápido—. Solo unos chicos del insti haciendo el tonto.
Se ajustó la mochila y la manga se le subió. Lo vi. Solo un segundo. Un moretón morado en la muñeca, con forma de dedos.
—Alba —dije, poniéndome de pie. Mi rodilla crujió, recordándome aquel mal salto en terreno hostil—. ¿Qué te ha pasado en el brazo?
Se bajó la manga de un tirón. —Me caí en gimnasia. En serio, tío Javier, déjalo.
La puerta mosquitera se cerró de golpe tras ella.
Esa noche, en la cena, la casa estaba en silencio. Lucía estaba cansada, Alba callada, y yo calculando. He evaluado amenazas en zonas de guerra. Sé cuándo se está gestando un problema. Esto no era solo acoso. Era escalada.
No dormí. Me quedé en la sala, viendo cambiar los números rojos del reloj del vídeo, planeando mi misión.
Ya no era un soldado. No tenía escuadrón. No tenía apoyo aéreo. Pero tenía una sobrina aterrada. Y en mi libro, eso convertía esto en zona de combate.
**Capítulo 2: La Emboscada**
Al día siguiente, decidí dar un paseo.
Me puse la chaqueta vieja. Está gastada por los codos y huele a aceite de motor, pero oculta cosas bien. No llevaba pistola. No la necesitaba. En espacios cerrados, contra hostiles sin entrenamiento, un arma es un lastre. El arma era yo.
Aparqué mi furgoneta a tres calles del instituto y me acerqué al campo de fútbol. Eran las 3:30. El timbre ya había sonado.
El instituto era de esos bloques de ladrillo de los 70. Detrás del campo bien cuidado y las luces del estadio estaba el pasado podrido del pueblo: la antigua fábrica textil. Llevaba cerrada veinte años. Un esqueleto de la industria, solo vigas oxidadas, cristales rotos y grafitis.
Quedaba justo detrás de las gradas, separada por una valla metálica que los adolescentes habían cortado años atrás. Un punto ciego. Una zona muerta. Sin cámaras. Sin profesores. Solo sombras y malas intenciones.
Me apoyé en un roble grande, fundiéndome con la sombra. Esperé.
Diez minutos después, vi a Alba. Iba sola, tomando el atajo tras las gradas para evitar el aparcamiento principal. Intentaba pasar desapercibida.
Entonces los vi a ellos.
El León rojo estaba aparcado cerca del almacén. Salieron tres. Chicos grandes. Criados a base de cocido y gimnasio desde los doce, hinchados de hormonas y privilegios. Llevaban sus chaquetas del equipo como armadura.
Se movían con la confianza de los depredadores. Conocían el terreno. Conocían los horarios.
Cuando Alba pasó por la esquina de las gradas, la interceptaron. Fue un flanqueo coordinado. Dos por la izquierda, uno por la derecha. La dirigieron hacia el agujero de la valla.
Vi que Alba se detenía. Retrocedió, negando con la cabeza. El líder—el del León—entró en su espacio personal. Rubio, guapo de ese modo cruel que probablemente le salvaba de multas. Le agarró la correa de la mochila y tiró.
Ella tropezó hacia la valla.
—Vamos, Alba —lo oí gritar—. No seas estrecha.
La empujaron por el agujero, hacia el descampado de la fábrica.
Mi frecuencia cardíaca no se disparó. Al contrario, bajó a un ritmo constante. Pum. Pum. Pum. Eso hace el entrenamiento. El pánico desaparece. El mundo se silencia. El enfoque se reduce.
Empecé a moverme.
No corrí. Correr llama la atención. Avancé rápido pero fluidamente, manteniendo el perfil bajo. Crucé el césped, pasé por el hueco de la valla y entré en el terreno de la fábrica.
El suelo estaba cubierto de escombros—trozos de metal oxidado, ladrillos rotos, hojas mojadas. Lo recorrí sin hacer ruido. Era un fantasma en su maquinaria.
Llegué a la parte trasera del edificio principal. La puerta corredera de metal estaba abierta unos metros.
Los oí dentro. LaEl ruido de sus risas se detuvo en seco cuando aparecí en la puerta, y el último sonido que oyeron antes de que el miedo les helara la sangre fue el crujido de mis nudillos al cerrar los puños.





