El bebé hambriento que sorprendió a todosLa faxinera preparó una sencilla sopa de amor que el bebé devoró al instante, y desde ese día nunca más volvió a rechazar la comida.4 min de lectura

El tictac del reloj era el único sonido que se atrevía a respirar en aquella casa. Tic tac tic tac. Cada segundo sonaba como un latigazo. El mármol frío reflejaba la luz pálida del amanecer, y el aire, perfumado por medicinas importadas y flores ya mustias, llevaba el peso de algo que se apagaba lentamente.

Miguelito, un bebé de un año y siete meses, yacía en la cuna de madera noble, inmóvil. Los ojos abiertos, fijos en el techo blanco sin llorar, sin quejarse, solo miraba, como si hubiera renunciado a vivir. Héctor Antúnez estaba arrodillado junto a la cuna, el cuerpo doblado por el cansancio y la culpa. Llevaba la misma camisa desde hacía tres días. La barba crecida, desaliñada. Alrededor, la habitación parecía una enfermería de lujo: potitos orgánicos, jeringas con vitaminas alemanas, biberones carísimos, todo intacto.

El padre levantó la jeringa y susurró con la voz quebrada. “Miguelito, por favor, hijo, solo un poquito”. Nada. La luz de la lámpara titilaba, reflejada en los frascos de cristal que rodeaban la cuna.

La enfermera Nuria observaba en silencio su rostro pálido, agotado. “Don Héctor”, murmuró con cuidado. “Son las cuatro de la mañana, necesita descansar”. Héctor giró la cabeza lentamente, los ojos rojos, hundidos. “Descansar”. La palabra salió casi como una risa amarga. “¿Cómo se descansa viendo a tu hijo morir de hambre?”. Nuria bajó la mirada. Había visto dolor en muchas casas ricas, pero nunca algo así. Ahí, el dinero se convertía en desesperación.

Héctor volvió a mirar al niño. El bebé respiraba despacio. El pecho apenas se movía. “Los médicos dijeron que es emocional, ¿no es así?”, preguntó sin apartar los ojos de él. “Sí, señor. El cuerpo está sano. Pero parece que… ha dejado de luchar”, respondió Nuria en voz baja.

Las palabras flotaron en el aire pesado, mezclándose con el zumbido del humidificador. Héctor apoyó las manos en el suelo y se quedó quieto hasta que las lágrimas cayeron en silencio, como si ya no tuviera fuerzas ni para llorar. En la mesilla, una foto enmarcada los observaba: Lucía sonriendo, Miguelito de seis meses en sus brazos, y él, el hombre que creía tener el control de todo.

Héctor extendió la mano hacia el marco. El cristal estaba cubierto por una fina capa de polvo. “Fue culpa mía”, murmuró. “Yo insistí en que fuera a esa obra. Debí ver el peligro”. La habitación olía a soledad y arrepentimiento.

Horas después, ya con el día claro, Nuria bajó las escaleras en silencio y llamó al médico. Cuando el doctor Velasco llegó, la casa seguía pareciendo un mausoleo. Las ventanas estaban abiertas, pero el aire no entraba. Se reunieron en la biblioteca, entre libros ordenados y muebles que brillaban demasiado. “Hable, doctor”, dijo Héctor, con la voz ronca.

El pediatra respiró hondo. “Su hijo no está enfermo del cuerpo, Héctor. Se está rindiendo”. “¿Rindiendo?”, repitió él, incrédulo. “Quiere decir… que ya no quiere estar aquí”. El silencio cayó como una losa. “Ninguna medicina lo hará comer”, continuó el médico. “Necesita una razón para vivir. Y esa razón tiene que venir de usted”.

Héctor soltó una risa corta, amarga. “De mí. Yo soy la razón por la que está así”. “Es lo que usted cree, no lo que él necesita que crea”, respondió Velasco, observándolo. Héctor no aguantó la mirada y se levantó, caminando hacia la ventana. Afuera, el jardín estaba cubierto de hojas secas. La lluvia de la noche anterior aún goteaba de las ramas.

“Si hubiera escuchado a Lucía ese día…”, susurró. “Ella tenía un mal presentimiento, pero yo insistí. Quería enseñarle el proyecto”. Cerró los ojos. El recuerdo vivo, cortante: el crujido metálico, el grito, el silencio tras la caída.

Velasco habló suave. “Los accidentes pasan”. “No cuando la responsabilidad es mía”. El grito resonó en las paredes. Por un momento, el padre millonario pareció un niño. El doctor se ajustó las gafas. “Está atrapado en la culpa, y mientras no se perdone, su hijo seguirá reflejándolo. Los niños sienten lo que sentimos. Si usted no puede mirarlo sin dolor, él creerá que mirarlo duele”.

Héctor se dejó caer en una silla, el cuerpo sin fuerzas. “¿Y si no puedo perdonarme?”. “Entonces perderá a los dos”, respondió Velasco. “A la esposa que ya no está y al hijo que sigue aquí”.

El tiempo se detuvo. Cuando el médico se fue, Héctor subió al cuarto. El sol de la tarde entraba tímido entre las cortinas, pintando rayas doradas en el suelo. Miguelito seguía acHéctor se arrodilló junto a la cuna, tomó la manita fría de su hijo entre las suyas y, por primera vez en meses, dejó que el amor le ganara al miedo, y en ese instante, el corazón de Miguelito latió un poco más fuerte, como si supiera que, al fin, su padre había vuelto a casa.

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