Él no debía estar allí, pero me reconoció al instante

Me juré a mí mismo que no iba a llorar.
No hoy. No después de todo lo que ya había pasado. No con el barro pegado a mis botas y el estómago revuelto por el olor de ese lugar. Firmé los papeles hace meses—renuncié a la propiedad bajo una presión que no voy a contar ahora. Se supone que era definitivo. Un corte limpio. Sin contacto.

Pero ahí estaba él. Detrás de una alambre oxidado y una verja medio rota, más viejo, más delgado… pero seguía siendo él.
Diego.

El mismo perro que había criado desde cachorro, que dormía bajo mi banco de trabajo y saltaba a la caja de mi furgoneta como si fuera suya.
El tipo de la protectora no me creyó al principio. Supongo que un tatuado con la cabeza rapada y antecedentes penales no grita “amante de los animales” para todos. Pero cuando me arrodillé junto a la valla y lo llamé, lo más suave que pude: “Eh, D… soy yo, colega”, sus orejas se levantaron como antes, cuando escuchaba el crujido de un envoltorio de queso.

Luego apretó la cabeza entre los barrotes como si quisiera colarse de nuevo en mi vida.
Debería haberme ido. Eso me dijeron todos.

Pero en cambio, me quedé ahí de rodillas, las manos aferradas a la malla, mientras él lamía mis dedos a través de los agujeros, como si me perdonara sin siquiera saber por qué.
Al rato se acercó una mujer—voluntaria, supongo—y me preguntó si estaba bien.

Le dije que no. No, no estaba bien. No desde que lo dejé. No desde que salí.
Ella asintió como si entendiera, aunque dudo que fuera así.

No me dejaron llevármelo ese día. Dijeron que había un proceso. Formularios. Plazo de espera. Pruebas de que tenía un sitio para él.
Les enseñé una foto del pequeño estudio que alquilaba encima del taller de un mecánico. Nada lujoso, pero tenía una puerta, una cama y unos cuencos esperando en la esquina, por si acaso.

Dijeron que lo pensarían. Que volviera al día siguiente.
Y volví. Todos los días durante una semana.

Llevé chuches. Hablé con el personal. Ayudé a pasear a otros perros para estar cerca de él sin parecer desesperado.
Pero lo estaba. Era lo único de mi vida pasada que no había desaparecido o se había vuelto amargo.

El tipo que fui no iba a volver, y quizá era lo mejor. Pero Diego… él era algo bueno. Algo puro.
Y no iba a perderlo otra vez.

Al quinto día, me llamaron a la oficina. Dijeron que habían revisado mi solicitud y decidido aprobar la adopción—con una condición.
Querían que asistiera a unos talleres comunitarios sobre cuidado de animales, para asegurarse de que iba en serio.

Habría caminado sobre brasas si fuera necesario.
Así que fui.

Me senté en una sala pequeña con madres solteras cansadas, adolescentes con ojos brillantes y un viejo gruñón que murmuraba sobre “gente moderna y sus perros”. Aprendimos sobre higiene dental, adiestramiento con correa, cómo manejar el trauma. Tomé notas. Hice preguntas. Incluso me quedé a limpiar las sillas al final.

Todo el tiempo, solo podía pensar en cómo movía el rabo Diego—lento, como si no se fiara aún, pero queriendo creer que estaba bien ser feliz de nuevo.
Así me sentía yo también.

Cuando por fin salí de la protectora con él a mi lado, la correa en la mano y los papeles de adopción en el bolsillo de la chaqueta, sentí como si hubiera ganado la lotería.
Viajó en el asiento del copiloto como si no hubiera pasado el tiempo. La cabeza fuera de la ventanilla, la lengua fuera, como en los viejos tiempos.

Hasta el dueño del ultramarinos de la esquina lo reconoció cuando paramos a comprar algo.
“¡Oye! ¿Es Diego, no? Pensé que había desaparecido.”

“Sí”, dije, intentando no ahogarme. “Ahora ha vuelto.”
Pero volver no significó fácil.

Las primeras noches fueron duras. Tenía pesadillas, de esas que lo hacían ladrar y tY allí seguimos, los tres, aprendiendo que a veces la vida te rompe en pedazos solo para mostrarte cómo volver a juntarlos.

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