Un amor de infancia reencontrado cambia sus vidas para siempre

El sol comenzaba a teñir las calles de un tono dorado cuando Alejandro Hernández salió de su coche negro. Como CEO de Innovaciones Hernández, estaba acostumbrado al ajetreo de las salas de reuniones de lujo, los hoteles exclusivos y los aeropuertos privados, pero hoy era diferente. Algo lo había traído de vuelta al barrio humilde donde creció.

Ajustó las mangas de su abrigo a medida y caminó hacia la panadería del barrio, el único lugar de su infancia que seguía igual. El aroma a canela flotaba en el aire, despertando recuerdos que llevaba años sin tocar, especialmente los de ella.

Sofía.

Su corazón se detuvo al escuchar ese nombre en su mente. No la veía desde los dieciséis años. Había sido su mejor amiga, su amor secreto, la chica que dejó una nota de ánimo en su taquilla antes de un concurso de ciencias. Recordaba su risa suave, las horquillas con girasoles en su pelo y cómo creyó en él antes que nadie.

Mientras caminaba, su teléfono vibró, pero algo lo detuvo. Una vocecita:
—Mamá, tengo frío…

Alejandro giró hacia el sonido y vio a una mujer joven sentada en la acera, abrazando a dos niñas idénticas. Las gemelas tendrían unos tres años, con las mejillas sonrosadas por el frío, sus abrigos demasiado finos para el invierno.

Quizás hubiera seguido caminando, pero entonces vio el rostro de la mujer.
—¿Sofía?

Ella alzó la vista, sorprendida. Sus ojos se abrieron de incredulidad.
—¿Alejandro? —susurró.

Por un momento, el tiempo se detuvo. Revivió su sonrisa, sus paseos junto al arroyo, su voz leyendo en voz alta durante el estudio.

Se arrodilló a su lado. —¿Qué pasó, Sofía? ¿Dónde has estado?

Las lágrimas asomaron en sus ojos mientras acercaba a las niñas. —No esperaba verte nunca así.

Las pequeñas lo miraron, curiosas.
—¿Eres médico?

Él sonrió. —No, cariño. Soy un viejo amigo de tu mamá.

La niña asintió seria. —Pareces rico, como en las películas.

Alejandro se inclinó hacia Sofía. —Ven conmigo. Ahora. No puedo dejarte aquí.

Ella negó con la cabeza, nerviosa. —No soy tu responsabilidad.

—No lo eres —dijo él—. Eres alguien a quien quiero. Alguien a quien nunca olvidé.

Le tendió la mano.
Sofía miró a sus hijas, luego a él.
Y, por primera vez en años, la tomó.

En una hora, estaban en el ático de Alejandro, abrigadas, con ropa nueva y chocolate caliente. Las niñas exploraban el lugar, asombradas por la tele y las alfombras mullidas.

Sofía, sentada al borde del sofá, murmuró: —Siento que estoy soñando.

Alejandro la miró. —No es un sueño. Y lamento no haberte encontrado antes.

—¿Por qué haces esto?

Él dudó un instante. —Porque cuando yo no era nadie, tú me hiciste sentir importante. Creíste en mí.

Ella sonrió triste. —Sabía que llegarías lejos.

—Y ahora quiero usar lo que tengo para algo bueno.

—Tengo miedo —susurró—. No quiero ser una carga.

—No lo eres. Eres fuerte. Solo pasaste por una tormenta, y quiero ayudarte.

En las semanas siguientes, se instalaron en una casita de su propiedad. Alejandro contrató una maestra para las niñas y presentó a Sofía a un amigo dueño de un taller de diseño.

Para su sorpresa, ella brilló. Sus bocetos eran elegantes, llenos de vida. —No puedo creerlo —dijo, mostrándole su portafolio.

—Hazlo realidad —dijo él—. Crea tu propia marca.

—No sé de negocios.

Él sonrió. —Por suerte, yo sí.

Con su ayuda, Sofía lanzó «Girasol y Costura», una línea de moda inspirada en sus dibujos. Cada prenda la confeccionaban mujeres de albergues donde ella estuvo.

Su historia llegó a los medios, pero nadie supo del hombre detrás, el que nunca pidió crédito.

Las niñas lo llamaban «Tío Alejandro». Las acompañaba al cole, les ayudaba con los deberes y les enseñaba a hacer galletas.

Una noche, Sofía lo vio con ellas y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—¿Estás bien? —preguntó él.

—Mejor que bien —respondió.

Casi un año después, Alejandro la invitó a cenar en la terraza, con farolillos dorados.

—Sofía… nunca dejé de quererte —dijo, tomando su mano—. Ni cuando te fuiste, ni cuando volviste.

Ella contuvo el llanto. —He pasado por tanto…

—Yo también he cambiado. Pero lo que siento por ti no.

—Tenía miedo de haberlo perdido todo.

—No lo perdiste —respondió él—. Solo tardaste en volver.

Dos años después, «Girasol y Costura» abrió una segunda tienda. Sofía empleaba a mujeres sin hogar, dandoY mientras las risas de las niñas llenaban el jardín, Sofía entendió que el verdadero éxito no estaba en lo que había logrado, sino en el amor que los unía a los cuatro.

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