**19 de octubre, 2024**
Todos en la sala de juntas se quedaron en silencio cuando Adrián Montero, el multimillonario CEO de Montero Digital, se reclinó en su silla de cuero, esbozó una sonrisa arrogante y dijo: “Me voy a casar con la primera chica que atraviese esa puerta”. Sus palabras se quedaron flotando en el aire como un reto, una provocación… o quizás, solo quizás, una confesión disfrazada de soberbia.
Los hombres y mujeres alrededor de la mesa lo miraron sin saber si bromeaba. Al fin y al cabo, Adrián Montero no era conocido por su romanticismo. Era famoso por los números, por adquisiciones despiadadas y por ser el magnate tecnológico más joven de Madrid. El amor, los romances o incluso las relaciones no encajaban en su vida pulida y calculada.
Pero ya lo había dicho. Y nadie se atrevió a reír.
Adrián odiaba las bodas. Acababa de volver del ridículamente lujoso enlace de su hermano menor en Mallorca, donde el amor se había exhibido como un trofeo y los invitados brindaron por el “para siempre” como si fuera una marca de vino.
Odiaba cómo todos lo miraban, preguntándole cuándo le tocaría a él, como si el matrimonio fuera un requisito para ser completo.
Había puesto los ojos en blanco durante toda la ceremonia y regresó con un desprecio renovado por todo lo que oliera a compromiso.
Así que cuando su asistente ejecutivo, Jorge, se burló de que nunca se asentaría por “miedo al compromiso real”, Adrián estalló.
“Vale”, dijo. “Voy a demostrar que todo es una tontería”.
“¿Y cómo?” preguntó Jorge.
“Me voy a casar con la primera chica que entre por esa puerta”, declaró, señalando la entrada de cristal de la sala de reuniones.
Un murmullo de incredulidad recorrió la habitación.
“¿Lo dices en serio?” preguntó Lucía, su jefa de marketing.
“Totalmente”, afirmó Adrián. “Ella entra, hablamos, le pido matrimonio. Así de simple. El amor es un trato comercial, nada más. Firmaré los papeles, llevaré el anillo, sonreiré para las fotos. Veremos cuánto dura”.
Todos lo miraron, una mezcla de escepticismo e incomodidad en sus rostros. Pero Adrián no se inmutó. Lo decía en serio… o al menos, eso creía.
Afuera, se escucharon pasos en el pasillo.
Alguien se acercaba.
El equipo giró en sus sillas, esperando a ver qué les depararía el destino… o la locura.
Entonces, la puerta se abrió.
Y Adrián se quedó petrificado.
No era lo que esperaba.
De hecho, no tenía nada que ver con ese lugar.
No llevaba ropa de diseñador ni un blazer impecable. Vestía unos vaqueros, una camiseta gris con el logo descolorido de una librería y llevaba en las manos un montón de correo mal entregado.
Su pelo estaba recogido en una coleta despeinada por el calor del verano, y sus ojos se abrieron de par en par al notar que toda la atención estaba puesta en ella.
“Creo que esto llegó al piso equivocado”, dijo, levantando las cartas. “Soy de…”
“¿Quién eres?” la interrumpió Adrián, levantándose de su silla.
Ella parpadeó. “Soy… Sofía. Sofía Rivas. Trabajo en la cafetería del quinto piso”.
Un susurro de risa recorrió la sala, pero Adrián no se rió. Ni siquiera pestañeó.
Su corazón, que solo latía por eficiencia, dio un vuelco.
Porque había algo en ella. Algo que no encajaba en su mundo de objetivos trimestrales y proyecciones anuales.
Podría haberlo tomado a broma, haber dicho que era una farsa, pero las palabras que acababa de pronunciar —”Me voy a casar con la primera chica que atraviese esa puerta”— le resonaban como un desafío del universo.
Y por primera vez en mucho tiempo, no supo qué decir.
Sofía, cada vez más confundida, arqueó una ceja. “¿Es esto… algún tipo de reunión?”
“Sí”, respondió Adrián, recuperándose. “Sí, lo es. Y acabas de convertirte en parte de ella”.
**——**
En su despacho, Adrián repasó la escena mentalmente. No podía dejar de pensar en ella — en su mirada curiosa, su sinceridad, su absoluto desconocimiento de quién era él.
“No me creo que vayas a hacer esto”, dijo Jorge, siguiéndolo.
“Lo dije y lo haré”, contestó Adrián.
“Es una barista, Adrián”.
“Es una mujer. Eso era lo único que importaba, ¿no?”
“Pero te quedaste paralizado. Dudaste”.
“No esperaba que fuera ella, nada más”.
“¿Entonces de verdad vas a pedirle que se case contigo?”
Adrián miró el horizonte de Madrid, su expresión impenetrable. “Sí. Lo voy a hacer”.
Y así, el hombre que creía que el amor era una broma empezó a preparar una propuesta… a una desconocida que había entrado por error.
Pero no sabía que Sofía Rivas no era solo una barista.
Y mucho menos sabía lo que ella ocultaba.
**——**
Dos días después, Adrián se plantó frente a la cafetería del quinto piso del edificio que él mismo poseía — un sitio donde no había puesto un pie hasta ese día. Una docena de becarios lo miraban de reojo, algunos fingiendo no notarlo, otros susurrando tras sus móviles.
Tras la barra, Sofía limpiaba la máquina de café, el pelo recogido, tarareando para sí misma.
Él aclaró su garganta.
Ella alzó la vista, sobresaltada. “Ah. Tú otra vez”.
“Yo otra vez”, dijo él con una sonrisa.
“¿Sigues queriendo convertir esa reunión en un culebrón?”
“En realidad”, comenzó, sacando una pequeña caja de terciopelo del bolsillo, “vine a preguntarte si te casarías conmigo”.
Sofía se quedó mirándolo.
Luego se echó a reír. “¿Hablas en serio?”
“Tan en serio como cuando lo dije”.
“Eso es… absolutamente demente”.
“Lo sé”, admitió. “Pero es una locura buena”.
Ella se inclinó sobre la barra, suavizando su expresión. “Mira, no sé qué juego estás jugando, señor CEO. Quizás estés aburrido o quieras probar algo. Pero no soy un juguete en la apuesta de nadie”.
“No es una apuesta”, argumentó Adrián. “Es… una declaración. Un salto. Y quiero que lo des conmigo”.
Ella dudó. “No sabes nada de mí”.
“Entonces déjame descubrirlo”.
**——**
Tres semanas después, Adrián y Sofía se casaron legalmente en una ceremonia íntima en la azotea de las oficinas de Montero Digital. Fue rápido. Los titulares estallaron: “El magnate tecnológico se casa con la misteriosa chica de la cafetería”. Los expertos se rieron. Los analistas especularon. ¿Y Adrián Montero? Sonrió para las cámaras, le tomó la mano y actuó como si todo hubiera estado planeado desde el principio.
Pero detrás de bambalinas, algo se desmoronaba.
Porque Sofía no era quien parecía.
Su verdadero nombre no era Sofía Rivas. Era Ana Villalba, una ex periodista de investigación que desapareció del radar después de publicar un reportaje que casi derriba a una empresa de biotecnología valorada en millones… una con vínculos indirectos con Montero Digital.
Su último artículo desencadenó caos legal. Amenazas. Un apartamento incendiado. Había cambiado de identidad y asumido el trabajo discreto de barista bajo el nombre deY al final, entre contratos rotos y verdades descubiertas, Adrián entendió que el amor no se compraba en bolsa, sino que se ganaba con el corazón.