**Mi Diario: El Día que el Destino Llamó a mi Puerta**
Todos en la sala de juntas guardaron silencio cuando Adrián Montes, el multimillonario CEO de MontesTech, se reclinó en su silla de cuero, esbozó una sonrisa burlona y dijo: “Voy a casarme con la primera mujer que cruce esa puerta”. Sus palabras quedaron suspendidas en el aire como un desafío, una apuesta, o tal vez —solo tal vez— una confesión disfrazada de arrogancia.
Los ejecutivos alrededor de la mesa lo miraron, sin saber si bromeaba. Adrián no era conocido por su sentimentalismo. Se le asociaba con números, adquisiciones brutales y ser el magnate más joven de la tecnología en Madrid. El amor, el romance o incluso las relaciones no encajaban en su vida pulida y calculada.
Pero lo había dicho. Y nadie se atrevió a reír.
Adrián odiaba las bodas. Acababa de regresar de la extravagante ceremonia de su hermano menor en Mallorca, donde el amor se exhibía como un trofeo y los invitados brindaban por el “para siempre” como si fuese una marca de cava.
Le molestaba cómo todos lo miraban, preguntándole cuándo le tocaría a él, como si el matrimonio fuese un requisito que no había cumplido. Como si solo al casarse uno se completara.
Se burló, puso los ojos en blanco durante todo el evento y regresó a casa con un desprecio renovado por cualquier cosa que oliera a compromiso.
Así que cuando su asistente, Álvaro, bromeó diciendo que nunca se establecería porque “temía el verdadero vínculo”, Adrián reaccionó.
“Bien”, dijo. “Voy a demostrar que todo esto es una tontería”.
“¿Cómo?”, preguntó Álvaro.
“Voy a casarme con la primera mujer que entre por esa puerta”, declaró, señalando la entrada vidriada de la sala.
Un murmullo de incredulidad recorrió la sala.
“¿Lo dices en serio?”, preguntó Lucía, su jefa de marketing.
“Totalmente en serio”, respondió Adrián. “Entra, hablamos, le propongo matrimonio. Así de simple. El amor es una transacción, nada más. Firmo los papeles, uso el anillo, sonrío para las fotos. Veremos cuánto dura”.
Todos lo miraron, una mezcla de desconcierto e incomodidad en sus rostros. Pero Adrián no se inmutó. Lo decía en serio… o al menos, eso creía.
Fuera de la sala, se escucharon pasos en el pasillo.
Alguien se acercaba. El equipo giró en sus sillas, expectante por ver a quién elegiría el destino o la imprudencia.
Entonces, la puerta se abrió.
Y Adrián se quedó paralizado.
No era lo que esperaba.
De hecho, no tenía nada que hacer allí.
No llevaba ropa de diseñador ni un blazer impecable. Vestía vaqueros, una camiseta gris con el logo desgastado de una librería y llevaba en las manos un montón de correo mal archivado.
Su pelo estaba recogido en una coleta despeinada por el calor del verano, y sus ojos se abrieron de par en par al notar que todas las miradas se clavaban en ella.
“Creo que esto llegó al piso equivocado”, dijo, sosteniendo las cartas. “Soy de—”
“¿Quién eres?”, interrumpió Adrián, levantándose.
Ella parpadeó. “Soy… Sofía. Sofía Rojas. Trabajo en la cafetería de la quinta planta”.
Un susurro de risa recorrió la sala, pero Adrián no rió. Ni siquiera parpadeó.
Su corazón, que solo latía por eficiencia, dio un vuelco.
Había algo en ella. Algo que no encajaba en su mundo de objetivos trimestrales y proyecciones anuales.
Podría haberlo tomado a broma, declararlo todo una farsa, pero sus propias palabras —”Voy a casarme con la primera mujer que cruce esa puerta”— le resonaron como un desafío del universo.
Y por primera vez en mucho tiempo, no supo qué decir.
Sofía, cada vez más confundida, arqueó una ceja. “¿Esto es… alguna reunión?”.
“Sí”, dijo Adrián, recuperándose. “Sí, lo es. Y acabas de convertirte en parte de ella”.
**Dos días después.**
Adrián estaba fuera de la cafetería en la quinta planta, un lugar que, pese a ser suyo, nunca había pisado hasta ese día. Doce curiosos becarios y empleados lo observaban de reojo, algunos fingiendo no verlo, otros susurrando tras sus móviles.
Tras la barra, Sofía limpiaba la máquina de café, tarareando.
Adrián carraspeó.
Ella alzó la vista, sorprendida. “Oh. Tú otra vez”.
“Yo otra vez”, respondió él con una sonrisa.
“¿Sigues convirtiendo esa reunión en un culebrón?”.
“En realidad”, dijo, sacando una pequeña caja de terciopelo, “vine a preguntarte si te casarías conmigo”.
Sofía lo miró fijamente.
Y luego estalló en risas. “¿Hablas en serio?”.
“Tan en serio como cuando lo dije”.
“Eso es… una locura”.
“Lo sé”, admitió Adrián. “Pero es una locura buena”.
Ella se inclinó sobre la barra, suavizando su expresión. “Mira, no sé qué juego es este, señor CEO. Quizás estés aburrido o intentando demostrar algo. Pero no soy un accesorio en la apuesta de nadie”.
“No es una apuesta”, respondió él. “Es… una declaración. Un salto. Y quiero que lo des conmigo”.
Ella pausó. “No sabes nada de mí”.
“Entonces déjame descubrirlo”.
**Tres semanas después.**
Adrián y Sofía se casaron legalmente en una ceremonia íntima en la azotea de MontesTech. Fue repentino. Los titulares estallaron: “Magnate tecnológico se casa con misteriosa barista”. Los expertos se burlaron. Los analistas especularon. Y Adrián Montes? Sonrió para las cámaras, tomó su mano y actuó como si todo hubiese sido planeado.
Pero entre bastidores, algo se desmoronaba.
Porque Sofía no era quien parecía.
Su verdadero nombre no era Sofía Rojas. Era Ana Valverde, una ex periodista de investigación que había desaparecido del ojo público tras publicar un reportaje que casi derrumbó una empresa de biotecnología multimillonaria… una con vínculos indirectos con MontesTech.
Su último artículo desató caos legal. Amenazas. Un apartamento incendiado. Había cambiado de identidad y trabajaba en silencio como barista bajo el nombre de “Sofía”.
Y luego, por puro azar, entró en esa sala.
Y ahora estaba casada con Adrián Montes.
Al principio, se prometió salir rápido de eso. Unas apariciones simuladas. Un divorcio discreto. Quizás hasta una compensación económica. Pero cuanto más permanecía, más complicado se volvía.
Adrián no era el hombre frío y arrogante que esperaba. Era intenso, sí. Pero también atento. Vulnerable. Dormía poco. Le preguntaba sobre libros. La escuchaba —de verdad— y a veces la miraba como si intentara entender cómo alguien como ella había llegado a su vida.
Lo que más la asustaba era que empezaba a gustarle.
Pero su pasado no había terminado con ella.
Una tarde, Adrián encontró un sobre manila en la encimera de mármol. No tenía remitente. Dentro había tres cosas: una foto de Sofía —o mejor dicho, Ana— frente a un juzgado, una copia del artículo que había escrito con su nombre real y una nota que decía:
“¿Tu nueva esposa aún cree en exponer secretos? Pregúntale sobre Halvex Biotech”.
Adrián leyó el contenido dos veces. Luego otra.
Una tormenta rugió trasAdrián cerró los ojos, respiró hondo, y cuando los abrió, su mirada ya no estaba llena de ira, sino de una determinación tranquila, porque al fin entendió que a veces, las mayores mentiras esconden las verdades más valiosas.