El magnate Javier Delgado se creyó invencible. CEO de una de las mayores fortunas de España, dueño de rascacielos en Madrid y palacios en Marbella. Hasta que una joven empleada de limpieza, Lucía Mendoza, apareció en su vida con una noticia que lo derrumbó: estaba embarazada.
—No es problema mío —dijo Javier, firmando un cheque con seis ceros—. Toma esto y olvídate de mi nombre.
Lucía se marchó sin lágrimas, pero con dignidad.
Tres años después, las puertas de su despacho en la Torre Picasso se abrieron. Allí estaba ella, pero no la chica tímida que recordaba. Lucía llevaba un vestido sencillo de Zara, el pelo recogido con elegancia, y de la mano, un niño de rizos oscuros y ojos que eran el reflejo exacto de los suyos.
—¿Qué haces aquí? —gruñó Javier, fingiendo que no le temblaban las manos.
—No vine por dinero —respondió Lucía, voz serena como el atardecer en La Mancha—. Vine porque tu hijo está enfermo. Lechukemia. Necesita un trasplante de médula. Y tú eres su única esperanza.
El vaso de brandy se estrelló contra el suelo.
Javier había hundido empresas, comprado políticos, pisoteado rivales. Pero ahora, frente al pequeño niño que lo miraba con curiosidad, sintió el peso de su cobardía.
—¿Eres mi papá? —preguntó el niño, voz suave como el susurro del viento en los campos de Castilla.
El corazón de Javier se partió.
Lucía no le dio tiempo para disculpas vacías.
—El lunes. En el Hospital La Rambla. Si no vienes, lo entenderé. Pero no te perdonaré.
Esa noche, Javier no durmió. Las paredes de su ático en Salamanca le recordaban su soledad. Medallas, diplomas, portadas de Forbes —nada valía ante la mirada de ese niño.
Al amanecer, tomó una decisión.
Llegó al hospital temprano, con las manos sudorosas. En la habitación 304, encontró a Lucía cansada pero fuerte, y a su hijo —Daniel— jugando con un peluche de toro.
—Hola, papá —dijo Daniel, sonriendo.
Javier se arrodilló junto a la cama.
—Hola, campeón.
La operación fue un éxito. Javier pasó semanas enteras en el hospital, leyéndole cuentos de El Quijote, comprando churros en secreto, aprendiendo a ser padre.
Pero con Lucía, el camino era más largo.
Una noche, frente a las luces del puente de Torrejón, ella le preguntó:
—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué nos abandonaste?
Javier respiró hondo.
—Porque mi padre me enseñó que el amor es una debilidad. Y cuando te conocí… temí lastimarte como él lastimó a todos.
Lucía lo miró, con esos ojos que ahora sabían de batallas.
—El silencio también duele, Javier.
Seis meses después, Daniel salió de quimioterapia. Javier renunció a su puesto, vendió el yate en Ibiza y compró una casa cerca del Retiro. Los sábados, los tres paseaban por El Rincón o tomaban chocolate con churros en San Ginés.
Hasta que un día, con Daniel dormido en el coche, Javier tomó la mano de Lucía.
—Quiero ser tu familia. No solo los fines de semana.
Ella no respondió. Pero cuando el niño despertó, gritando:
—¡Mamá, papá, mirad ese perro! —los recordó que ya lo eran.
Un año más tarde, en los jardines del Palacio Real, bajo un almendro en flor, Javier y Lucía se casaron. Daniel, con un traje diminuto, esparció pétalos y anunció:
—¡Ahora me llamo Daniel Delgado Mendoza!
Y mientras se besaban, Javier entendió que ninguna fortuna en el mundo valía lo que tenía en sus brazos.
La única riqueza que importaba.