El Millonario Dejó Embarazada a su Sirvienta y la Abandonó — Pero se Arrepiente al Volverla a Ver

Cuando el multimillonario CEO Javier del Valle dejó embarazada a su joven empleada del hogar, creyó que bastaría con pagarle para seguir con su vida perfecta. Pero años después, cuando ella regresó a imperio de mármol —más fuerte, radiante y con un niño pequeño que se parecía a él—, el remordimiento lo hirió más que cualquier pérdida financiera.

Javier del Valle contemplaba Madrid desde los ventanales de su ático en la exclusiva zona de Salamanca, con una copa de brandy en la mano. Bajo él, la ciudad brillaba con dinero, ambición y una sed insaciable, todo en lo que había basado su vida. Detrás, el taconeo de unos zapatos de diseño le recordó la reunión que estaba a punto de tener. Pero no era con un miembro del consejo ni con un inversor.

Era ella.

Lucía.

Tres años atrás, había sido solo la discreta empleada que venía cada mañana a limpiar los candelabros de cristal y pulir los suelos de mármol. Apenas hablaba si no se dirigían a ella. Pero una noche de tormenta, tras una dura pérdida empresarial y un vacío que no sabía nombrar, Javier había bebido demasiado y la encontró en el pasillo. Vulnerable. Amable. Familiar. Lo que pasó entre ellos, se dijo después, fue un error.

Dos meses más tarde, Lucía llamó a la puerta de su despacho. Sus manos temblaban mientras sostenía el resultado de la prueba. “Estoy embarazada”, susurró.

Javier reaccionó con frialdad. Le hizo firmar un acuerdo de confidencialidad, le entregó un cheque con más ceros de los que había visto en su vida y le ordenó desaparecer.

“No estoy preparado para ser padre”, dijo, evitando sus ojos llorosos. “Y no vas a arruinar todo lo que he construido”.

Ella se fue sin decir nada más.

Y él enterró el recuerdo.

Pero ahora, tres años después, estaba de vuelta.

Cuando las puertas se abrieron, Lucía entró con la serenidad de quien ha superado tempestades. Ya no llevaba uniforme, sino un ajustado vestido beige y zapatos discretos. Su pelo estaba recogido con elegancia. Su postura denotaba dignidad. Y de su mano, un niño de grandes ojos marrones y hoyuelos idénticos a los de Javier lo miraba con curiosidad.

La mandíbula de Javier se tensó.

“¿Qué haces aquí?”, preguntó, con voz cortante.

“No he venido por dinero”, respondió Lucía con calma. “He venido para que tu hijo te conozca. Y para decirte que está enfermo”.

Las palabras cortaron el aire entre ellos.

Javier parpadeó. “¿Enfermo?”

“Leucemia”, dijo ella, sin apartar la vista de él. “Necesita un trasplante de médula. Y tú eres su único compatible”.

La copa se le escapó de las manos y se estrelló contra el suelo.

El silencio solo lo interrumpía el leve zumbido de la lámpara de araña.

Javier había construido un imperio valorado en millones de euros. Podía comprar islas, arruinar competidores, influir en políticos, pero en ese instante, se sintió completamente impotente.

“No lo sabía”, balbuceó.

“No, no quisiste saber”, contestó Lucía, con una firmeza que nunca le había mostrado. “Nos desechaste como si no importáramos. Pero él importa. Y ahora tienes la oportunidad de demostrarlo”.

El niño lo miró con timidez. “¿Eres mi papá?”, preguntó con voz suave como el terciopelo.

A Javier le flaquearon las piernas.

“Sí… lo soy”, susurró.

Por primera vez en años, la culpa le subió por el pecho.

Lucía respiró hondo. “No necesito tu culpa. Necesito tu médula. Tu compromiso. Y después… lo que hagas será tu elección”.

Javier tragó saliva. “¿En qué hospital? ¿Cuándo empezamos?”

Lucía asintió. “El lunes. En el Hospital La Paz. Ya está en la lista de espera, pero el tiempo se acaba”.

Al salir, Javier la llamó. “Lucía”.

Ella se detuvo, pero no se volvió.

“Cometí un error terrible”.

Ella permaneció un instante en silencio antes de murmurar: “Los dos lo hicimos. Pero yo cargué con el mío. Tú huiste del tuyo”.

Y se marchó, llevándose a su hijo.

Esa noche, Javier no durmió. Estuvo en su despacho, rodeado de placas, premios y portadas de revistas que lo proclamaban “El Magnate más Implacable”. Pero nada de eso importaba.

Solo veía aquellos ojos marrones que lo miraban… iguales a los suyos.

Entonces comprendió: el éxito le había dado todo, menos lo que realmente valía la pena.

Había abandonado a la única persona que más lo necesitaba. Y quizás, solo quizás, aún había tiempo de enmendarlo.

Javier llegó al Hospital La Paz con un sentimiento que no conocía: miedo. No al fracaso, no a la mala prensa, sino a perder algo que nunca se había tomado el tiempo de conocer: a su hijo.

Llegó temprano. El coche negro que lo llevaba esperaba, pero no miró atrás. Sus manos sudaban a pesar del traje impecable. Al entrar en la planta de oncología pediátrica, una enfermera lo reconoció.

“¿Señor del Valle?”

Asintió. “Vengo por mi hijo. Mateo”.

Ella sonrió. “Están en la habitación 312. Ha preguntado por ti”.

Sus piernas se movieron antes que sus pensamientos. Frente a la puerta, dudó. Había cerrado negocios multimillonarios con menos vacilación, pero este momento pesaba más que todos juntos.

Llamó suavemente.

Lucía abrió, con cautela pero serenidad. “Has venido”.

“Lo prometí”.

Dentro, Mateo estaba sentado en la cama con un peluche de jirafa y un plato de puré sin tocar. Su rostro se iluminó al ver a Javier.

“Hola, papá”.

Javier contuvo el aliento. “Hola, campeón”.

Se acercó y se arrodilló junto a la cama. “¿Cómo te sientes?”

Mateo se encogió de hombros. “Los médicos dicen que soy valiente. Mamá dice que lo heredé de ella”.

Javier esbozó una sonrisa. “Tiene razón. Ella es muy valiente”.

Lucía, en un rincón, los observaba sin juzgar, solo protegiendo.

La hora pasó entre conversaciones sencillas. Javier habló de las vistas desde su ático, del zoo que visitarían cuando se recuperara, e hizo muecas que arrancaron risitas al niño. La culpa seguía ahí, pero por ahora, solo quería estar presente.

Ese mismo día, le hicieron las pruebas.

Era compatible.

El trasplante se programó para días después.

Dos semanas más tarde, la operación fue un éxito. Javier pasaba todo el tiempo posible en el hospital: leyéndole a Mateo, llevando libros para colorear, colando natillas cuando las enfermeras no miraban. Ahora, el niño lo llamaba “papá” sin dudar.

Pero ganarse la confianza de Lucía era más difícil.

Una tarde, tras quedarse Mateo dormido, Javier se reunió con ella en el pasillo.

“Has estado sola todos estos años”, dijo en voz baja.

Ella asintió. “No tuve elección”.

Javier bajó la mirada. “No deberías haber tenido que hacerlo”.

El silencio se extendió hasta que ella preguntó: “¿Por qué nos abandonaste, Javier? No la excusa, la verdad”.

Él respiró. “Por miedo. Crecí con un padre que solo valoraba ganar. Usaba el amor como arma. Cuando supe del embarazo, me vi a mí mismo: frío, controlador, incapaz de amar, y pensé que los destruiría a ambos”.

Lucía lo miró. “Pero irte tambiénY cuando, meses después, bajo un almendro en flor en el Retiro, Javier tomó la mano de Lucía mientras Mateo lanzaba pétalos al viento, comprendió que ninguna fortuna en el mundo valía tanto como esta: la familia que casi pierde y que ahora, por fin, era suya.

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