Besé a mi esposo al despedirnos tras su viaje, y horas después lo vi en un restaurante con una desconocida

Marina dobló con cuidado la última camisa y la guardó en la maleta de Adrián. Después de tantos años de matrimonio, preparar su equipaje para los viajes de trabajo se había convertido en un ritual silencioso que atesoraba, colocando cada objeto con mimo.

«No olvides el cargador del portátil», le recordó mientras cerraba la cremallera. Adrián miró su reloj, visiblemente nervioso.

«Gracias, cariño. Tengo que irme. El taxi ya está aquí.» Le dio un rápido beso en la mejilla, cogió su maleta y salió corriendo hacia la puerta.

«¡Llámame cuando llegues!», gritó Marina. «¡Lo haré!», respondió él antes de que la puerta se cerrara con un clic.

Se acercó a la ventana y observó cómo el coche se alejaba. Su despedida apresurada le resultó extraña; solía ser más lenta, más cariñosa. Aun así, lo atribuyó a los nervios por la reunión que tenía pendiente. El piso de repente se sintió vacío y frío. Para distraerse, decidió ir al Centro Comercial Puerta de Europa y comprar al fin aquellas cosas que llevaba tiempo posponiendo.

Un par de horas después, cargada con bolsas, caminaba por el centro comercial. Había planeado comer en su cafetería favorita de la tercera planta, pero entonces sonó su teléfono: una compañera le propuso quedar en el restaurante La Almendra, en la segunda planta, para probar su nuevo menú. Marina aceptó; el lugar estaba cerca, y aunque no solía ir, le gustaba el ambiente.

Mientras subía las escaleras, ya podía distinguir el interior del restaurante a través de los grandes ventanales. De pronto, sus pies parecieron clavarse al suelo: Adrián estaba sentado frente a una mujer que no conocía. Hablaban animadamente, riendo.

Ella, una rubia elegante de unos treinta años, le tocó levemente la mano, y en los ojos de Adrián, Marina vio una expresión que llevaba tiempo sin ver.

El tiempo se detuvo. Su corazón dejó de latir y su visión se nubló. El hombre que supuestamente debía estar en un vuelo hacia Bilbao comía tranquilamente con otra mujer.

Su primer impulso fue entrar y exigir explicaciones. Algo—tal vez el orgullo, quizás el miedo—la detuvo. Respiró hondo, dio media vuelta y se alejó.

Con dedos temblorosos, canceló la comida con su compañera y llamó a su mejor amiga.

«Lucía, ¿puedes verme? Ahora mismo», dijo, con la voz quebrada.

«¿Qué ha pasado?», preguntó Lucía, alarmada.

«Acabo de ver a Adrián con una mujer en un restaurante. Se suponía que estaba en un avión.»

«¿Dónde estás?»

«En Puerta de Europa.»

«Espérame en La Terraza, en la planta baja. Llego en quince minutos.»

Marina se sentó en una esquina, removiendo distraídamente su té helado. Las preguntas se amontonaban en su mente. ¿Quién era esa mujer? ¿Cuánto tiempo llevaba pasando? ¿Eran reales aquellos viajes? Las llamadas a medianoche, las noches en vela, la contraseña nueva del móvil…

«¡Marina!» La voz de Lucía la sacó de sus pensamientos. Se sentó frente a ella y le apretó las manos. «Cuéntamelo todo.»

Marina relató la escena, intentando controlar el temblor de su voz.

«No sé qué hacer, Lucía. Parte de mí ni siquiera quiere saber la verdad.»

«¿Y si no es lo que parece? Quizá hay una explicación.»

Marina esbozó una sonrisa amarga. «¿Qué explicación hay para un hombre que miente sobre un viaje de trabajo y come con otra mujer?»

«No lo sé», admitió Lucía. «Pero antes de decidir, ¿por qué no investigas un poco?»

«¿Cómo? ¿Preguntarle directamente?»

Lucía reflexionó. «¿Y si les seguimos? A ver adónde van.»

Esconderse para espiar a su marido le parecía humillante, pero la incertidumbre dolía aún más. Marina asintió.

Se refugiaron en la librería frente al restaurante, fingiendo ojear libros. Cuarenta minutos después, Adrián y su acompañante aparecieron. La mujer, una morena impecablemente vestida, de unos treinta años, caminaba con elegancia.

«Se van», susurró Lucía.

Manteniendo la distancia, las siguieron. Afuera, la mujer subió a un taxi. Adrián le abrió la puerta, intercambiaron un rápido apretón de manos, y el coche se alejó. Él se quedó en el aparcamiento, hizo una llamada y luego tomó otro taxi.

«Vamos tras él», dijo Marina.

El taxi de Adrián se dirigió al Edificio Azul, donde estaba su oficina. Dentro, habló brevemente con la recepcionista antes de entrar en el despacho de su jefe.

«Quizá cancelaron el viaje a última hora», sugirió Lucía.

«¿Y entonces quién es ella? ¿Y por qué no me ha llamado?»

Esperaron. Media hora después, Adrián salió con una carpeta y bajó las escaleras. Marina y Lucía se escondieron tras una columna y corrieron a buscar otro taxi.

«A casa», le dijo al conductor. Acertó: el taxi de Adrián se detuvo frente a su edificio. Marina dejó que Lucía se fuera y entró sola.

Adrián estaba en la cocina, mirando su portátil.

«¡Marina! ¿Ya estás aquí?» Parecía genuinamente sorprendido.

«Como ves», respondió ella, fría. «¿No deberías estar en un avión?»

Se tensó. «Cancelaron el viaje en el último momento. Iba a llamarte, pero todo fue un caos.»

«¿Tan caótico que no pudiste mandar un mensaje?»

«Lo siento.» Bajó la mirada. Marina se sentó frente a él.

«¿Quién es ella, Adrián?»

«¿Quién?» Frunció el ceño.

«La mujer con la que estabas comiendo en La Almendra.»

Palideció. «¿Me estabas siguiendo?»

«No. Te vi por casualidad.»

El silencio se alargó. Finalmente, habló: «No es lo que piensas.»

«¿Qué se supone que debo pensar? Dijiste que ibas a volar, y en vez de eso estás comiendo con otra mujer.»

«Se llama Clara Torres. Representa a inversores holandeses.»

«¿Y por eso mentiste sobre el viaje?»

«No mentí. El viaje se canceló cuando ya estaba en el aeropuerto. Mi jefe llamó: una inversora pasaba por la ciudad. Tenía que reunirme con ella.»

«¿Por qué no me lo dijiste?»

Vaciló. «Porque… no era una reunión normal.»

A Marina se le encogió el corazón. «Lo sabía.»

«¡No, no es eso! Mi jefe me dijo: si conseguía que firmara el contrato con condiciones especiales, me ascenderían a director de ventas.»

«¿Y ni siquiera pudiste avisarme?»

«Quería sorprenderte si salía bien. Si no… ¿para qué preocuparte?»

«¿Salió bien?», preguntó Marina.

Adrián sonrió. «Sí. Firmó un acuerdo preliminar. La delegación principal viene el mes que viene.»

Aún desconfiaba. Abrió la carpeta: dentro estaba el contrato, firmado por Clara Torres. Luego sacó una caja de terciopelo; dentro, un collar de zafiros que Marina había admirado semanas atrás.

«Lo compré la semana pasada. Iba a dártelo esta noche, junto con la noticia.»

Su enfado se desvaneció, pero una pregunta persistía: «¿Por qué parecías tan feliz con ella?»

«Aceptó nuestras condiciones; fue un alivio, nada más.»

Le apretó la mano. «Eres la única mujer en”Esa noche, mientras compartían una cena tranquila, Marina decidió que a veces los malentendidos son solo sombras que se desvanecen cuando se enciende la luz de la confianza.”

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