Hoy, me llegó una llamada que me hizo recordar lo complicado que puede ser manejar ciertas relaciones familiares.
—Si tu mujer no aprende a hablarme con el respeto que me merezco, ¡le arrancaré cada pelo de la cabeza, hijo mío!
La voz al otro lado vibraba de ira mal contenida; tan cortante y agresiva que ahogaba incluso el murmullo monótono del trabajo en la oficina. Alejandro apartó el teléfono, evitando la mirada curiosa de su compañero. En la pantalla del ordenador, el informe anual había quedado suspendido—columnas de cifras que ahora parecían carecer de sentido. Toda su realidad se condensaba en ese momento, en sus manos: caliente, densa, llena de hostilidad.
—Mamá, ¿qué pasó? —preguntó con cansancio, bajando la voz.
—¡Han venido mis amigas! ¡Luisa, Carmen! Mujeres decentes, no cualquier persona. Estoy preparando la mesa, cortando la ensaladilla, el cocido en el horno. Llamé a Sofía, educadamente, y le dije: «Ven un momentito, ayudame, no doy abasto». ¿Y sabes qué me respondió?
Teresa hizo una pausa dramática. Alejandro imaginó la escena: su madre en la cocina, con su delantal de domingo, el teléfono en una mano y el cuchillo en la otra. En el salón, sus amigas, expectantes, como jurado en un tribunal doméstico.
—¡Me dijo que estaba ocupada! —explotó su madre—. ¡Qué podía haber avisado antes! ¿Esto es normal? ¿Qué clase de tono es ese? ¡Ni siquiera tuvo la decencia de disculparse delante de mis invitadas! ¡Y ellas mirándolo todo como si yo fuera una tonta!
Alejandro se frotó la frente. Conocía esa historia al dedillo. Para su madre, cualquier desviación de sus planes era una tragedia, y la culpa siempre recaía en otro. Sabía que Sofía, en realidad, estaba trabajando. Su empleo en remoto exigía más concentración que el suyo en la oficina. Pero para su madre solo existía un horario: el suyo.
—Mamá, ¿qué dijo exactamente?
—¿Exactamente? —su voz se llenó de resentimiento—. Dijo: «Teresa, ahora no puedo, estoy en una reunión virtual. Cuando termine, dentro de unas horas, iré». ¡Así de claro! ¡Pone su trabajo por encima de mi petición! ¡Yo aquí matándome, y ella con sus ordenadores! Tienes que traerla ahora mismo. Que se disculpe. Delante de todas.
Sonaba a sentencia, no a petición. Cerró los ojos, imaginando la escena: abandonar el trabajo, ir a casa, recoger a Sofía y llevarla ante el tribunal de su madre y sus amigas, obligada a pedir perdón públicamente. La idea era tan absurda que casi soltó una risa amarga.
—Estoy trabajando, mamá. No puedo ir. Hablaremos esta noche.
—¿Esta noche? ¡No lo entiendes! ¡La humillación fue ahora! ¡En este mismo momento! Ellas ya estarán opinando del fracaso que es tu mujer, de lo grosera que es, de cómo desprecia a su suegra. ¡Resuelve esto! ¡Llámala! ¡Oblígala a venir! ¿Eres su marido o qué?
Sabía que estaba atrapado en el juego de su madre. No quería una solución, quería demostrar su poder—que él obedeciera y Sofía se sometiera.
—Lo hablaré esta noche —repitió con firmeza, terminando la llamada—. Tengo que trabajar.
Dejó el móvil boca abajo. Su compañero fingía no haber oído, pero Alejandro notaba su mirada furtiva y el peso de la humillación que la llamada había dejado. Los números en la pantalla se mezclaban ante sus ojos. La noche prometía ser larga.
En casa, el aroma a café recién hecho y aire fresco lo recibió. Nada de olores a guiso ni vapor de ollas. Aquí todo era orden, limpieza, tranquilidad. Sofía estaba en el salón, absorta en el portátil. Solo al sentir su presencia levantó la mirada.
Alejandro fue a la cocina, bebió un vaso de agua fría de un trago. El hielo alivió algo del calor interno. Sofía se quitó los auriculares y lo miró. Ni rastro de culpa en su rostro, solo cansancio y serenidad.
—Hola. ¿Cómo fue el día?
—Ha llamado mamá.
—Me lo imaginé. Colgó cuando le dije que estaba ocupada.
—Quiere que te disculpes. Delante de sus amigas.
Sofía cerró el portátil con cuidado. Habló sin alterarse:
—Tenía una reunión con clientes alemanes. Un proyecto que llevo gestionando meses. Le dije a tu madre: «Ahora no puedo, estoy en una videollamada importante. En cuanto termine, iré». Y ella colgó. Eso fue todo.
Sus palabras eran precisas, como datos en un informe. Y en esa calma, la verdad era indiscutible. Entonces vio las dos realidades: el drama de su madre por unos cuantos platos y la profesionalidad de Sofía, de la que dependía su futuro. La elección que le imponían desde siempre le pareció ridícula.
—Entiendo —dijo, cortante. Tomó el móvil, marcó el número—. Ven aquí.
Sofía se acercó. Puso el altavoz. La voz tensa de su madre resonó al instante:
—¿Y bien? ¿Vendrán?
—Mamá, he hablado con Sofía —respondió con frialdad—. Estaba trabajando. No podía dejar todo porque a ti se te ocurrió invitar a tus amigas. No es tu criada. Es mi mujer.
Silencio al otro lado, luego un resoplido indignado.
—¿Cómo te atreves…?
—No he terminado. No volverás a hablarle así, ni mucho menos a amenazarla. Si lo haces otra vez, no nos veremos más. Nunca. ¿Entendido?
El silencio en la línea se hizo pesado, opresivo. Como si alguien le hubiera arrancado el suelo bajo los pies. Alejandro fue quien colgó. Miró a Sofía. No había triunfo en su mirada, solo comprensión. Sabía que esto era solo el principio.
Pasaron dos semanas. Dos semanas de silencio denso. Su madre no llamó. Esa calma inquietaba más que los gritos. Sabía que no se rendiría, solo preparaba su próximo movimiento.
Y llegó.
El teléfono lo despertó un sábado al amanecer. La voz de su madre sonaba inusualmente dulce, melosa:
—Hijo, buenos días. He pensado… pronto es mi cumpleaños. No es un número redondo, pero me gustaría reunir a la familia. Tus tías, tus primas… ¿Vendrán tú y Sofía? Sería muy importante para mí.
Alejandro miró por la ventana, al paisaje urbano gris. Cada palabra de su madre sonaba como un paso hacia una trampa. «Los más cercanos». «Muy importante». No era una invitación—era una declaración de guerra donde las piezas ya estaban colocadas.
—Iremos —dijo, sabiendo que negarse sería darle una victoria que usaría contra ellos.
El día del cumpleaños, al entrar en el piso de su madre, el aire olía a colonia barata, carne asada y parqué encerado. El salón estaba lleno: sus tías Carmen y Pilar, dos mujeres casi idénticas, sus primas, Luisa—la guardiana de los secretos familiares—y otros parientes, todos actores en el teatro de su madre. Se giraron al unísono, con sonrisas forzadas. Sofía entró con la espalda recta, sin un atisbo de nerviosismo. Sabía lo que venía.
La velada comenzó con conversaciones pesadas, como melaza. Tía Carmen, sirviéndole más comida a Sofía, soltó:
—Come, niña, necesitas fuerzas. Las mujeres deAl salir, el aire frío de la noche les recordó que, por primera vez, habían elegido su paz sobre los juegos de poder de su madre.
Al salir, el aire frío de la noche les recordó que, por primera vez, habían elegido su paz sobre los juegos de poder de su madre.