¡Si tu mujer no aprende a hablarme con el respeto que merezco, te juro que la dejaré pelada, hijo mío!
La voz al otro lado del teléfono temblaba de rabia contenida, tan aguda y furiosa que ahogaba hasta el murmullo constante de la oficina. Adrián apretó el auricular contra su oído y apartó la mirada de su compañero, quien lo observaba con curiosidad. En la pantalla del ordenador, el informe anual se había quedado congelado—columnas de números y gráficos que ahora parecían líneas sin sentido. Toda la realidad estaba en su mano: caliente, densa, cargada de agresividad.
—Mamá, ¿qué pasa?—preguntó, cansado, en un susurro.
—¡Han venido mis amigas, hijo! ¡Carmen, Marisol! Mujeres decentes, ¿eh? Yo aquí, haciendo la comida, cortando ensaladas, con el horno lleno. Llamé a Lucía, se lo pedí por las buenas: «Ven un ratito, ayúdame, no puedo sola». ¿Y sabes qué me dijo?
Teresa hizo una pausa—dramática, calculada. Adrián se la imaginó en la cocina, con su delantal favorito, el móvil en una mano y un cuchillo en la otra. En el salón, sus amigas, como un jurado silencioso, observaban el espectáculo.
—¡Me soltó que estaba ocupada!—explotó su madre—. ¡Que podía haberle avisado antes! ¿Esto es normal? ¿Qué tono es ese? ¡Me humilló delante de mis invitadas! Se me plantó, Adrián, como si yo fuera una tonta. ¡Y ellas ahí, mirando!
Adrián se frotó el puente de la nariz. Conocía esa historia de memoria. Para su madre, cualquier desvío de sus planes era un desastre, y la culpa siempre caía sobre otro. Él estaba seguro: Lucía tenía razón. Su trabajo desde casa era más exigente que su rutina en la oficina. Pero para su madre solo existía un horario: el suyo.
—Mamá, cuéntamelo bien. ¿Qué te dijo exactamente?
—¿Exactamente?—su voz goteaba resentimiento—. Me dijo: «Teresa, ahora mismo no puedo, estoy en una videollamada importante. Cuando termine, en unas tres horas, voy». ¡Así! Puso su trabajo por encima de mí. ¡Mientras yo me parto el lomo, ella ahí cómoda con su ordenador! Quiero que la traigas ahora mismo. Que se disculpe. Delante de todos.
No era una petición. Era una orden. Adrián se imaginó saliendo del trabajo, recogiendo a su mujer y llevándola ante su madre, obligada a humillarse ante Carmen y Marisol. La idea era tan absurda que casi se ríe.
—Estoy trabajando, mamá. No puedo ir ahora. Ya hablaremos esta noche.
—¿Esta noche? ¡No lo entiendes! ¡El agravio es ahora! ¡Ahora mismo están hablando de la descastada que te has buscado, que desprecia a su suegra! ¡Soluciona esto ya! ¡Llámala! ¡Tráela! ¿Eres un hombre o qué?
Sentía cómo volvía a caer en la trampa de su madre. Ella no quería una solución. Quería una demostración de poder—que él obedeciera, que Lucía se sometiera.
—Esta noche lo hablamos—repitió con firmeza, terminando la llamada—. Tengo que trabajar.
Dejó el móvil boca abajo. Su compañero fingía no escuchar, pero Adrián sentía su mirada—tan incómoda como la vergüenza que le ardía por dentro. Las cifras en la pantalla se desdibujaban. La noche iba a ser larga.
En casa, el aroma a café y aire fresco lo recibió. Nada de olores a guiso o a sartén caliente—aquí todo era distinto. Ordenado, limpio, organizado. Lucía estaba en el salón, concentrada en la pantalla del portátil. Solo al cabo de unos segundos lo notó.
Adrián entró en la cocina, sirvió un vaso de agua y lo bebió de un trago. El frío alivió un poco el fuego interno. Lucía se quitó los auriculares y se giró. En su rostro no había culpa. Solo cansancio y serenidad.
—Hola. ¿Cómo ha ido el día?
—Ha llamado mi madre.
—Me lo imaginé. Colgó cuando le dije que estaba ocupada.
—Quiere que te disculpes. Delante de sus amigas.
Lucía cerró el portátil con cuidado. Habló despacio, sin alterarse:
—Tenía una reunión con clientes alemanes. Estábamos cerrando un proyecto en el que llevo tres meses trabajando. Le dije a Teresa: «Ahora no puedo, pero en tres horas voy». Y ella colgó. Fin de la historia.
Sus palabras eran precisas, como datos en un informe. Y en esa calma, había una verdad inquebrantable. Adrián vio dos escenas: el berrinche de su madre por unos platos, y la profesionalidad de Lucía, de la que dependía su futuro. Y la elección que le habían impuesto toda la vida le pareció ridícula.
—Queda claro—dijo, cortante. Cogió el teléfono, marcó el número—. Ven aquí.
Lucía se acercó. Puso el altavoz, y al instante se oyó la voz tensa de su madre:
—¿Y bien? ¿Vendréis?
—Mamá, lo he hablado con Lucía—dijo Adrián, frío—. Estaba trabajando. No podía dejarlo todo porque a ti se te ocurrió invitar a gente. No es tu criada. Es mi mujer.
Al otro lado, solo silencio. Luego, un respingo ofendido.
—¿Cómo te atreves…?
—No he terminado—lo cortó—. No volverás a hablarle así. Y mucho menos a amenazarla. Si lo repites, no nos veremos más. Nunca. ¿Entendido?
El silencio era denso, aterrador. Como si alguien le hubiera arrancado el suelo bajo los pies. Adrián colgó primero. Miró a Lucía. En sus ojos no había triunfo. Había comprensión. Sabía que esto solo era el principio. La primera batalla de una guerra que su madre ya había empezado.
Pasaron dos semanas. Dos semanas de silencio opresivo. Su madre no llamó. Esa calma daba más miedo que los gritos. Adrián lo sabía: no se había rendido. Solo preparaba el siguiente ataque.
Y llegó.
El teléfono lo despertó un sábado al amanecer. La voz de su madre sonaba extraña—demasiado dulce, demasiado suave:
—Adrián, cariño… pensé que, bueno, pronto es mi cumple. No es redondo, pero me gustaría reunir a la familia. A tus tías, a tus primas. ¿Vendréis tú y Lucía? Es muy importante para mí…
Mientras miraba por la ventana el gris uniforme de la ciudad, cada palabra de su madre sonaba como un escalón hacia la trampa. «Los más cercanos». «Muy importante». No era una invitación—era una declaración de guerra, con las piezas colocadas y las normas escritas.
—Iremos—dijo, sabiendo que negarse sería darle la victoria que necesitaba para contárselo a toda la familia.
El día del cumpleaños, entraron en su piso. El aire olía a perfume barato, carne grasienta y parqué encerado. El salón estaba lleno: sus tías—Rosa y Pilar, dos mujeres casi idénticas, como fotocopias descoloridas—, sus primas, Carmen—la gran guardiana de los secretos familiares—y otros rostros del pasado, colocados como actores en una obra. Todos se giraron al entrar, con sonrisas idénticas, falsas. Lucía entró con la espalda recta. Su rostro, sereno. Sabía que esto era una prueba. Y estaba lista.
La velada empezó con conversaciones densas, melosasMientras Lucía tomaba asiento, Adrián sintió el peso de todas las miradas, pero al sostener la mano de su esposa, supo que ninguna palabra ni reproche podrían derribar el muro que juntos habían construido.