—Si tu mujer no aprende a hablarme con el respeto que me merezco, ¡te juro que la dejaré sin un pelo en la cabeza, hijo mío!
La voz al teléfono vibraba de rabia contenida, tan cortante y furiosa que incluso ahogaba el murmullo monótono de la oficina. Alejandro apretó el móvil contra la oreja y apartó la vista de su compañero, quien no había podido evitar lanzarle una mirada curiosa. En la pantalla del ordenador, el informe anual se había quedado congelado: tablas, números, gráficos que ahora parecían solo líneas sin sentido. Toda la realidad estaba en su mano: densa, ardiente, cargada de agresividad.
—Mamá, ¿qué ha pasado? —preguntó con voz cansada.
—¡Han venido mis amigas! ¡Carmen, Lourdes! Mujeres de bien, no cualquiera. Estoy preparando la mesa, cortando ensaladas, el pollo en el horno. Llamé a Lucía, le pedí educadamente: «Ven un momento, media horita, que no me da tiempo». ¿Y sabes qué me contestó?
Isabel hizo una pausa dramática. Alejandro la imaginó en la cocina, con su delantal de fiesta, el móvil en una mano y el cuchillo de cocina en la otra. En el salón, sus amigas, como un jurado silencioso, presenciaban la escena.
—¡Me soltó que no podía! —explotó su madre—. ¡Dijo que debería haberle avisado antes! ¿Esto es normal? ¿Qué tono es ese? ¡Se ha permitido reprenderme, a mí, tu madre, delante de mis invitadas! ¡Y ellas ahí, mirando, mientras tu mujer me sermonea sobre organización!
Alejandro se frotó el entrecejo. Conocía esa historia de memoria. Para su madre, cualquier desviación de sus planes era un desastre, y la culpa siempre recaía en otro. Sabía que Lucía estaba ocupada. Su trabajo en casa a veces requería más esfuerzo que su rutina en la oficina. Pero para su madre solo existía un horario: el suyo.
—Mamá, cuéntame exactamente qué pasó. ¿Qué te dijo ella?
—¿Exactamente? —la voz de Isabel goteaba resentimiento—. Me dijo: «Isabel, ahora mismo no puedo, estoy en una videollamada importante. Cuando termine, en unas tres horas, iré». ¡Eso! ¡Pone su trabajo por encima de lo que le pido yo! ¡Aquí estoy, matándome, y ella sentada frente a una pantalla! Tienes que traerla ahora mismo. Que se disculpe. Delante de todas.
No era una petición, sino una orden. Alejandro se imaginó dejando el trabajo, viajando a casa, recogiendo a su mujer y llevándola ante su madre para que se humillara frente a Carmen y Lourdes. La idea era tan absurda que casi se rio.
—Estoy trabajando, mamá. No puedo ir. Hablamos esta noche.
—¿Esta noche? ¡No lo entiendes! ¡La humillación fue ahora! ¡Ahora mismo están hablando de la desagradecida que te has traído a casa! ¡Llámala y oblígala a venir! ¿Eres su marido o no?
Sintió que volvía a caer en la trampa. Su madre no quería una solución. Quería demostrar poder: que él obedeciera y que Lucía reconociera su autoridad.
—Lo resolveré esta noche —repitió con firmeza—. Tengo que trabajar.
Dejó el móvil boca abajo. Su compañero fingía no escuchar, pero Alejandro notaba su mirada, tan incómoda como la vergüenza que el teléfono había dejado tras de sí. Los números en la pantalla se difuminaban. La noche sería larga.
En casa, el aroma a café y aire fresco lo recibió. Nada de olores a guiso ni vapor de ollas: allí todo era orden, limpieza, pulcritud. Lucía estaba en el salón, concentrada en la pantalla del portátil. Solo al cabo de unos segundos lo notó.
Alejandro entró en la cocina, se sirvió un vaso de agua y lo bebió de un trago. El frío mitigó un poco el fuego interno. Finalmente, Lucía se quitó los auriculares y lo miró. En su rostro no había culpa, solo cansancio y calma.
—Hola. ¿Qué tal el día?
—Ha llamado mi madre.
—Me lo imaginé. Colgó cuando le dije que estaba ocupada.
—Quiere que te disculpes. Delante de sus amigas.
Lucía cerró el portátil con cuidado. Habló despacio, sin emociones:
—Tenía una reunión con clientes de Alemania. Estábamos cerrando un proyecto que llevo meses gestionando. Le dije a tu madre: «Isabel, ahora estoy en una llamada importante. En cuanto termine, iré». Y ella colgó. Eso es todo.
Sus palabras eran precisas, como datos en un informe. Y en esa serenidad había una verdad inquebrantable. Alejandro vio entonces dos escenas: el drama de su madre por unos platos y la profesionalidad de Lucía, de la que dependía su futuro. Y la elección que le habían impuesto toda la vida le pareció ridícula.
—Entendido —dijo, cortante. Tomó el móvil y marcó—. Ven aquí.
Lucía se acercó. Puso el altavoz y la voz tensa de su madre sonó de inmediato:
—¿Y? ¿Vendrán?
—Mamá, he hablado con Lucía —dijo Alejandro con frialdad—. Estaba trabajando. No podía dejar todo porque a ti se te ocurrió invitar gente. No es tu criada. Es mi esposa.
Silencio al otro lado. Luego, un resoplido indignado.
—¿Cómo te atreves…?
—No he terminado. No volverás a hablarle así. Ni a amenazarla. Si lo haces otra vez, no nos veremos más. ¿Entendido?
El silencio se volvió espeso, como si alguien hubiera perdido el suelo bajo los pies. Alejandro colgó primero. Miró a Lucía. En sus ojos no había triunfo, sino comprensión. Era solo el principio.
Pasaron dos semanas. Dos semanas de silencio agobiante. Su madre no llamó. Esa calma daba más miedo que los gritos. Alejandro sabía que ella no se rendía. Solo preparaba otro ataque.
Y llegó.
El teléfono lo despertó un sábado por la mañana. La voz de su madre sonaba extrañamente dulce:
—Hijo, buenos días. He pensado… pronto es mi cumpleaños. No es una fecha redonda, pero quiero reunir a la familia. Hermanas, primas… ¿Vendrán tú y Lucía? Es muy importante para mí…
Alejandro miró por la ventana el paisaje gris de la ciudad. Cada palabra de su madre sonaba como un escalón hacia la trampa. “Los más cercanos”. “Muy importante”. No era una invitación, era una declaración de guerra donde ella ya había dispuesto las piezas.
—Iremos —dijo, sabiendo que negarse sería darle la victoria que ansiaba.
El día del cumpleaños, entraron en el piso. El aire olía a perfume, carne asada y madera encerada. El salón estaba lleno: las hermanas de Isabel, Carmen y Lourdes, sus hijas, las primas… Todos se volvieron a mirarlos con sonrisas forzadas. Lucía entró erguida, tranquila. Sabía que era una prueba. Y estaba lista.
La velada comenzó con charla espesa. La tía Carmen, sirviéndole más comida a Lucía, suspiró:
—Come, hija, necesitas fuerzas. Las mujeres de ahora solo piensan en trabajar… pero lo primero es la familia. Y Alejandro siempre ha estado muy unido a su madre.
—Sí —añadió Lourdes, intercambiando una mirada con Isabel—. Desde pequeño supo cuál era su lugar: junto a ella. Los jóvenes de ahora son distintos. Tienen sus propias ideas, su propio “yo”.
Lucía sonrió, cortando un trozo de comida con eleganciaAlejandro tomó la mano de Lucía, miró a su madre por última vez y dijo con calma: “Hemos venido por respeto, pero ahora nos vamos por amor, porque no hay familia sin respeto mutuo”.